Los dados no están cargados y todos están sobre la mesa: en la economía no se avista todavía nada bueno y las caídas en el empleo y la actividad económica dominan el panorama y abruman las expectativas. En lo político, emergen aspirantes a convertirse en actores pero su eficiencia representativa y su capacidad de durar está a prueba, antes y después del 5 de julio. Las bravatas contra la clase” política sirven de poco si de renovar y airear el discurso político se trata. Supongo que su utilidad marginal está en otra parte y de lo que tendrá que cuidarse este discurso pendenciero es de no caer pronto en los rendimientos decrecientes, cuando no negativos.
Tampoco debería caber duda de que el gobierno y su partido andan de caza y de compras. Un día sí y otro también, el presidente Calderón reta y presume su fuerza como portador legítimo de la violencia organizada y esclarece el panorama del Estado: nadie está a salvo de su acción redentora y justiciera, salvo aquel que pueda sentirse libre de toda culpa y gracias a ello pretenda juntarse a la lapidación de infieles y pecadores en que el gobierno y su partido han convertido su “guerra” contra el crimen organizado.
La eficacia del discurso que decidieron ensayar Calderón y los suyos está también por verse, como lo está el que su motivación y propósitos sean predominantemente electorales. A esta hipótesis parece querer atenerse casi todo el resto de los grupos y personajes políticos formales, pero es menester asumir que ni los modos ni el verbo del gobierno y su partido se corresponden plenamente con tal especie.
Ni en Michoacán ni en Sonora, en Monterrey o Garza García; ni en la recepción jubilosa que Germán Martínez y el propio Presidente han hecho de las convocatorias y los convocantes al voto nulo, la abstención o la prefectura de los nuevos legisladores, pueden encontrarse datos duros que muestren que se trata de la aplicación puntual de alguna receta del señor Solá. Y si así fuere, habría que admitir que en su puesta en práctica los panistas y sus gobernantes van más allá de la proverbial marrullería electorera de la derecha, española o purépecha.
En efecto, tanto el PAN como el gobierno recurren reiteradamente a formas discursivas y de acción que no pueden sino desembocar en la naturalización y redición de un autoritarismo presidencialista sustentado en el estado de excepción.
Su legitimidad básica, así, no descansaría en el “desempeño” y el cumplimiento de ciertos compromisos programáticos con alguna oposición, como se dice que ocurrió con Salinas y el PAN, sino en la materialización política e institucional de una noción de gobernabilidad, o de gobernanza, como se dice hoy, que le permitiera al grupo gobernante salir al paso del adjetivo de fallido que le asestaron desde el norte hace unos meses.
Y para esto, la fachada pluralista de la política representativa debe dotarse de un hábitat centralizado en la capacidad del Ejecutivo para “actuar sin consultar”, del mismo modo como la gran empresa pretende ahora reproducirse sin cooperar y mucho menos distribuir, con cargo a reformas fiscales y laborales regresivas y atentatorias de los derechos sociales ganados y consagrados en el siglo pasado.
El que los políticos democráticos y de la oposición no se hagan cargo de esta perspectiva sólo pone al desnudo lo epidérmico que es todavía el espíritu público emergido de la transición, así como la dureza y la insensibilidad social, temporal y mediática de, esta sí, la clase dominante. Eso de la “clase” política puede dejarse a los estudiosos de Mosca y Pareto. Lo que hay aquí es poder y riqueza y una gana inmensa, incontenible, de conservarlos tan concentrados como antes.
Tampoco debería caber duda de que el gobierno y su partido andan de caza y de compras. Un día sí y otro también, el presidente Calderón reta y presume su fuerza como portador legítimo de la violencia organizada y esclarece el panorama del Estado: nadie está a salvo de su acción redentora y justiciera, salvo aquel que pueda sentirse libre de toda culpa y gracias a ello pretenda juntarse a la lapidación de infieles y pecadores en que el gobierno y su partido han convertido su “guerra” contra el crimen organizado.
La eficacia del discurso que decidieron ensayar Calderón y los suyos está también por verse, como lo está el que su motivación y propósitos sean predominantemente electorales. A esta hipótesis parece querer atenerse casi todo el resto de los grupos y personajes políticos formales, pero es menester asumir que ni los modos ni el verbo del gobierno y su partido se corresponden plenamente con tal especie.
Ni en Michoacán ni en Sonora, en Monterrey o Garza García; ni en la recepción jubilosa que Germán Martínez y el propio Presidente han hecho de las convocatorias y los convocantes al voto nulo, la abstención o la prefectura de los nuevos legisladores, pueden encontrarse datos duros que muestren que se trata de la aplicación puntual de alguna receta del señor Solá. Y si así fuere, habría que admitir que en su puesta en práctica los panistas y sus gobernantes van más allá de la proverbial marrullería electorera de la derecha, española o purépecha.
En efecto, tanto el PAN como el gobierno recurren reiteradamente a formas discursivas y de acción que no pueden sino desembocar en la naturalización y redición de un autoritarismo presidencialista sustentado en el estado de excepción.
Su legitimidad básica, así, no descansaría en el “desempeño” y el cumplimiento de ciertos compromisos programáticos con alguna oposición, como se dice que ocurrió con Salinas y el PAN, sino en la materialización política e institucional de una noción de gobernabilidad, o de gobernanza, como se dice hoy, que le permitiera al grupo gobernante salir al paso del adjetivo de fallido que le asestaron desde el norte hace unos meses.
Y para esto, la fachada pluralista de la política representativa debe dotarse de un hábitat centralizado en la capacidad del Ejecutivo para “actuar sin consultar”, del mismo modo como la gran empresa pretende ahora reproducirse sin cooperar y mucho menos distribuir, con cargo a reformas fiscales y laborales regresivas y atentatorias de los derechos sociales ganados y consagrados en el siglo pasado.
El que los políticos democráticos y de la oposición no se hagan cargo de esta perspectiva sólo pone al desnudo lo epidérmico que es todavía el espíritu público emergido de la transición, así como la dureza y la insensibilidad social, temporal y mediática de, esta sí, la clase dominante. Eso de la “clase” política puede dejarse a los estudiosos de Mosca y Pareto. Lo que hay aquí es poder y riqueza y una gana inmensa, incontenible, de conservarlos tan concentrados como antes.
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