No se puede dejar de acudir a las urnas porque lo que apostamos en ellas no es la legitimidad de un gobierno o de una propuesta, sino la del Estado.
En su más reciente libro, Purgatorio, Tomás Eloy Martínez retoma uno de los aspectos de la historia latinoamericana que más nos duelen y, a veces, que más nos incomodan: el de las dictaduras. En su magistral novela, lo imaginario —lo que muchos hemos dado en llamar el imaginario colectivo— se mezcla con una realidad terrible que no pocas veces salta los linderos de lo histórico para avanzar impasible sobre lo inaudito. Es mucho lo que esa novela nos dice, pero quedémonos sólo con un aspecto que parece resumir a todos los demás: en las sociedades donde la voluntad popular no puede manifestarse, el pensamiento de los que deciden en soledad convierte la realidad en un juego de sus pasiones, sus deseos y sus compromisos.
Estamos a escasas semanas de un encuentro más con las urnas; en esta ocasión el tema no versa sobre la eficacia real del voto, existe la garantía completa de que todos se cuentan y también sobre la secrecía del sufragio y su eficacia en la formación de los órganos del gobierno; veremos cuánto hemos avanzado en torno al tema de la equidad de los participantes y confiamos en el ejercicio que de la jornada hacen los ciudadanos. Hoy, nos preocupan algunas cosas más: la calidad de las propuestas, la personalidad e idoneidad de los candidatos, el uso y abuso de las prerrogativas de los partidos y su presencia en los medios de comunicación. Todas ellas son preocupaciones válidas, parece sin embargo que es el acto de votar el que debe llamar nuestra atención.
No se puede dejar de acudir a las urnas porque lo que apostamos en ellas no es la legitimidad de un gobierno o de una propuesta, sino la legitimidad del Estado. La participación ciudadana da sentido a todo el entramado de la vida política y, en palabras de Tomás Eloy Martínez, da realidad a esa vida. El silencio o la ausencia del votante equivale a arrojar esa realidad a un mundo donde son otros los que deciden, otros quienes toman las decisiones y otros quienes construyen la realidad.
Los mexicanos nos hemos acostumbrado, a lo largo de la historia, a construir nuestra realidad en torno a retos que terminamos cumpliendo aun a costa del trabajo de varias generaciones. Al principio fue la construcción de la nación y de su independencia, luego de su soberanía y de la creación de sus instituciones jurídico políticas fundamentales, posteriormente, de la inclusión de todos en la vida histórica del país y, hace relativamente poco tiempo, de la efectividad del ejercicio democrático, hoy nos enfrentamos a uno de los retos más difíciles por su complejidad y la enorme cantidad de variables que en él intervienen: el dominio de la política por los ciudadanos.
Ejercitar la democracia significa hoy llevar el ejercicio primario del poder a las manos de los ciudadanos, pero no hay instancias que por mandato de ley puedan cumplir este objetivo ni bastan los enunciados de las normas, sino que se trata de una conquista cotidiana de los espacios de poder y de la toma de decisiones. Los ciudadanos somos el poder en la medida que lo ejercemos, cuando nos atrevemos a enfrentar la boleta electoral armados, no con el crayón, sino con nuestras ideas, nuestros valores y, lo que es más importante, nuestra evaluación de cómo ha actuado determinado político o partido. Vamos mucho más allá de cuanto pudieran llegar las normas en abstracto, creamos las instancias de decisión que dependen, para existir y funcionar, de ese momento en que cada ciudadano se encuentra en soledad y, al mismo tiempo, en la compañía solidaria de todos sus conciudadanos. Si la democracia no se satisface en el ejercicio del voto, aceptemos, pues, que sin ese momento sólo sería un buen deseo o un discurso carente de contenido.
En su más reciente libro, Purgatorio, Tomás Eloy Martínez retoma uno de los aspectos de la historia latinoamericana que más nos duelen y, a veces, que más nos incomodan: el de las dictaduras. En su magistral novela, lo imaginario —lo que muchos hemos dado en llamar el imaginario colectivo— se mezcla con una realidad terrible que no pocas veces salta los linderos de lo histórico para avanzar impasible sobre lo inaudito. Es mucho lo que esa novela nos dice, pero quedémonos sólo con un aspecto que parece resumir a todos los demás: en las sociedades donde la voluntad popular no puede manifestarse, el pensamiento de los que deciden en soledad convierte la realidad en un juego de sus pasiones, sus deseos y sus compromisos.
Estamos a escasas semanas de un encuentro más con las urnas; en esta ocasión el tema no versa sobre la eficacia real del voto, existe la garantía completa de que todos se cuentan y también sobre la secrecía del sufragio y su eficacia en la formación de los órganos del gobierno; veremos cuánto hemos avanzado en torno al tema de la equidad de los participantes y confiamos en el ejercicio que de la jornada hacen los ciudadanos. Hoy, nos preocupan algunas cosas más: la calidad de las propuestas, la personalidad e idoneidad de los candidatos, el uso y abuso de las prerrogativas de los partidos y su presencia en los medios de comunicación. Todas ellas son preocupaciones válidas, parece sin embargo que es el acto de votar el que debe llamar nuestra atención.
No se puede dejar de acudir a las urnas porque lo que apostamos en ellas no es la legitimidad de un gobierno o de una propuesta, sino la legitimidad del Estado. La participación ciudadana da sentido a todo el entramado de la vida política y, en palabras de Tomás Eloy Martínez, da realidad a esa vida. El silencio o la ausencia del votante equivale a arrojar esa realidad a un mundo donde son otros los que deciden, otros quienes toman las decisiones y otros quienes construyen la realidad.
Los mexicanos nos hemos acostumbrado, a lo largo de la historia, a construir nuestra realidad en torno a retos que terminamos cumpliendo aun a costa del trabajo de varias generaciones. Al principio fue la construcción de la nación y de su independencia, luego de su soberanía y de la creación de sus instituciones jurídico políticas fundamentales, posteriormente, de la inclusión de todos en la vida histórica del país y, hace relativamente poco tiempo, de la efectividad del ejercicio democrático, hoy nos enfrentamos a uno de los retos más difíciles por su complejidad y la enorme cantidad de variables que en él intervienen: el dominio de la política por los ciudadanos.
Ejercitar la democracia significa hoy llevar el ejercicio primario del poder a las manos de los ciudadanos, pero no hay instancias que por mandato de ley puedan cumplir este objetivo ni bastan los enunciados de las normas, sino que se trata de una conquista cotidiana de los espacios de poder y de la toma de decisiones. Los ciudadanos somos el poder en la medida que lo ejercemos, cuando nos atrevemos a enfrentar la boleta electoral armados, no con el crayón, sino con nuestras ideas, nuestros valores y, lo que es más importante, nuestra evaluación de cómo ha actuado determinado político o partido. Vamos mucho más allá de cuanto pudieran llegar las normas en abstracto, creamos las instancias de decisión que dependen, para existir y funcionar, de ese momento en que cada ciudadano se encuentra en soledad y, al mismo tiempo, en la compañía solidaria de todos sus conciudadanos. Si la democracia no se satisface en el ejercicio del voto, aceptemos, pues, que sin ese momento sólo sería un buen deseo o un discurso carente de contenido.
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