Son ellos, los menores, quienes encarnan el mañana de una humanidad que no puede aspirar a la felicidad sobre el dolor de sus infantes.
Dice el Evangelio de Lucas que “más le valdría a ése que le arrojaran al mar, con una piedra de molino al cuello, antes que escandalizar a uno de estos pequeños”. Hoy, cuando la prensa internacional denuncia la violación y el maltrato sistemático de más de 800 niños y niñas perpetradas entre 1950 y 1980 por los sacerdotes denominados Hermanos Cristianos, pienso en lo huecas que esas palabras deben parecerles y en el enorme daño que han causado, primero a esos niños, luego a sus familiares y, finalmente, a la sociedad a la que decían servir. La infancia es el último reducto de inocencia, salud y esperanza que nos queda en esta sociedad golpeada por tantas violencias. El crimen horroriza por la incapacidad de las víctimas para defenderse, la secrecía que lo encubrió por décadas y su cotidianeidad como práctica entre quienes han puesto a su religión en plan de parapeto para permanecer impunes.
¿Cuándo los niños se volvieron un feudo para este género de delincuentes? No podríamos decirlo. Sí podemos afirmar que son ellos, los menores, quienes encarnan el mañana de una humanidad que no puede aspirar a la felicidad sobre el dolor de sus niños; que son los más marginales entre los marginales, porque nadie habla por ellos y, ante el descubrimiento de sus victimarios, reinan el silencio, la hipocresía y la impunidad. Los niños no votan, no forman grupos de presión ni se manifiestan en las calles; si carecen de padres o de familiares tampoco tienen quién traduzca sus demandas en cambios sociales y normas jurídicas. Nadie responde por ellos cuando vemos las peores miserias de nuestra sociedad cebarse sobre su integridad física y su salud mental.
En México las denuncias sobre el fenómeno se han vuelto parte de nuestro bestiario cotidiano. Hoy vemos que no es un problema exclusivo de nuestra sociedad. Es necesaria una conciencia que hable en voz alta para que cese este fenómeno que está dejando tras de sí una mancha de inimaginables dimensiones. Casos como Casitas del Sur, en nuestro país, nos dejan ver graves deficiencias en los sistemas jurídicos, que se traducen en espacios de terror en los que están inmiscuidos miles de niños en México y el resto del mundo.
Desde luego, que nos queda un pésimo sabor de boca cuando vemos que basta una declaración de la jerarquía eclesiástica para amedrentar o detener investigaciones: “errores humanos”, “doble vida”, dicen en nuestro país; “colección de mentiras y exageraciones”, afirman en Irlanda y, a todo esto, presenciamos impávidos una nueva sistematización del crimen consagrado por el silencio y el soslayo de instituciones que juegan con la fe y la necesidad de las personas.
Desde luego que nos preocupamos por el tráfico internacional de drogas, las industrias del secuestro y el asesinato, pero justo enfrente de nosotros se perpetra uno de los crímenes más terribles que podemos imaginar, se asesina el futuro, no sólo de ellos, sino de todos; cada víctima se transformará con el tiempo en un individuo con una cuenta pendiente que saldar con la sociedad, una cuenta que no siempre podrá ser pagada con el perdón y el olvido.
Decía el Quijote que “no es bien que un hombre se meta a juzgar cosas de otros hombres no yéndole nada en ello, que cada uno es como Dios lo hizo y a veces peor”, y tiene razón, porque en este caso no sólo nos va mucho de ello a todos, porque si existe un crimen de lesa humanidad, sobre todo por las dimensiones que esto va tomando, es el maltrato y la violación de los derechos de niños cuya única culpa fue haber crecido en una circunstancia en que nadie estuviera para amarlos sólo por haber nacido.
Dice el Evangelio de Lucas que “más le valdría a ése que le arrojaran al mar, con una piedra de molino al cuello, antes que escandalizar a uno de estos pequeños”. Hoy, cuando la prensa internacional denuncia la violación y el maltrato sistemático de más de 800 niños y niñas perpetradas entre 1950 y 1980 por los sacerdotes denominados Hermanos Cristianos, pienso en lo huecas que esas palabras deben parecerles y en el enorme daño que han causado, primero a esos niños, luego a sus familiares y, finalmente, a la sociedad a la que decían servir. La infancia es el último reducto de inocencia, salud y esperanza que nos queda en esta sociedad golpeada por tantas violencias. El crimen horroriza por la incapacidad de las víctimas para defenderse, la secrecía que lo encubrió por décadas y su cotidianeidad como práctica entre quienes han puesto a su religión en plan de parapeto para permanecer impunes.
¿Cuándo los niños se volvieron un feudo para este género de delincuentes? No podríamos decirlo. Sí podemos afirmar que son ellos, los menores, quienes encarnan el mañana de una humanidad que no puede aspirar a la felicidad sobre el dolor de sus niños; que son los más marginales entre los marginales, porque nadie habla por ellos y, ante el descubrimiento de sus victimarios, reinan el silencio, la hipocresía y la impunidad. Los niños no votan, no forman grupos de presión ni se manifiestan en las calles; si carecen de padres o de familiares tampoco tienen quién traduzca sus demandas en cambios sociales y normas jurídicas. Nadie responde por ellos cuando vemos las peores miserias de nuestra sociedad cebarse sobre su integridad física y su salud mental.
En México las denuncias sobre el fenómeno se han vuelto parte de nuestro bestiario cotidiano. Hoy vemos que no es un problema exclusivo de nuestra sociedad. Es necesaria una conciencia que hable en voz alta para que cese este fenómeno que está dejando tras de sí una mancha de inimaginables dimensiones. Casos como Casitas del Sur, en nuestro país, nos dejan ver graves deficiencias en los sistemas jurídicos, que se traducen en espacios de terror en los que están inmiscuidos miles de niños en México y el resto del mundo.
Desde luego, que nos queda un pésimo sabor de boca cuando vemos que basta una declaración de la jerarquía eclesiástica para amedrentar o detener investigaciones: “errores humanos”, “doble vida”, dicen en nuestro país; “colección de mentiras y exageraciones”, afirman en Irlanda y, a todo esto, presenciamos impávidos una nueva sistematización del crimen consagrado por el silencio y el soslayo de instituciones que juegan con la fe y la necesidad de las personas.
Desde luego que nos preocupamos por el tráfico internacional de drogas, las industrias del secuestro y el asesinato, pero justo enfrente de nosotros se perpetra uno de los crímenes más terribles que podemos imaginar, se asesina el futuro, no sólo de ellos, sino de todos; cada víctima se transformará con el tiempo en un individuo con una cuenta pendiente que saldar con la sociedad, una cuenta que no siempre podrá ser pagada con el perdón y el olvido.
Decía el Quijote que “no es bien que un hombre se meta a juzgar cosas de otros hombres no yéndole nada en ello, que cada uno es como Dios lo hizo y a veces peor”, y tiene razón, porque en este caso no sólo nos va mucho de ello a todos, porque si existe un crimen de lesa humanidad, sobre todo por las dimensiones que esto va tomando, es el maltrato y la violación de los derechos de niños cuya única culpa fue haber crecido en una circunstancia en que nadie estuviera para amarlos sólo por haber nacido.
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