El fallecimiento de civiles en el contexto del combate al crimen organizado corre el riesgo de convertirse en un componente cotidiano del trágico paisaje que nos está dejando la oleada de violencia que ha azotado al país en los últimos años.
La muerte violenta de una persona ajena a los enfrentamientos es de por sí condenable, con independencia de si es cometida por grupos del crimen organizado o por las fuerzas de seguridad. Pero en este segundo caso, el tema es más complejo porque lo que se pone en cuestión es el eventual abuso de la fuerza que legítimamente se concentra en manos del Estado. Para decirlo de otra manera, en un caso estamos ante un asunto que penalmente se considera un homicidio, en el otro estamos, además, frente a una violación de derechos humanos, es decir, un uso indebido y excesivo de la autoridad pública.
Lo peor es que ante la desbocada crisis de seguridad, y los efectos que sobre la cohesión social provoca, se ha abonado el terreno para justificar como “inevitables” las muertes de inocentes que son abatidas en los fuegos cruzados o por los cada vez más frecuentes errores de las fuerzas del orden. Parecería que los márgenes de exigencia del respeto de los derechos y del uso racional y proporcional de la fuerza por parte de las policías y los militares son cada vez más estrechos y que su transgresión eventualmente puede ser justificada como un mal menor frente a la consecución de un bien superior.
Es cierto que en las semanas recientes, el Presidente ha abandonado la desafortunada expresión de “guerra al narcotráfico” con la que gustó de caracterizar durante los primeros tres años y medio de su gobierno, a la estrategia gubernamental de combate al crimen. Fue un peligroso abuso lingüístico que alimentó una lógica de confrontación, polarización y excepcionalidad en la que era aceptable adoptar e ideas como el que el mismo gobierno usó para justificar las bajas de inocentes: “daños colaterales”. Ésa es una idea y concepto inaceptable en democracia constitucional, pero que hoy es recurrente y parece haberse instalado en el imaginario colectivo como algo natural e inevitable. Seamos claros, nadie pretende que el Estado claudique en perseguir los delitos y confrontar al crimen, pero eso, o bien ocurre en el marco del respeto absoluto de los derechos fundamentales, o bien estamos ante una crisis del Estado mismo (entendido como un Estado constitucional).
La muerte de dos miembros de la familia De León, acontecida el domingo pasado, en la carretera Monterrey-Laredo, a manos de efectivos militares, es el último episodio de una serie de casos de irracional (ab)uso de la fuerza que de ninguna manera puede justificarse y frente a los cuales no debemos perder la capacidad de indignación.
Desafortunadamente, esos casos son los que evidencian de modo dramático lo equivocado de una estrategia unidimensional de confrontar de manera primordial (y prácticamente exclusiva) un fenómeno complejo y multidimensional como lo es el crimen organizado.
Históricamente, las fuerzas armadas mexicanas han demostrado (a diferencia de casi todas sus homólogas latinoamericanas) una profunda vocación institucional. Salvo el lamentable episodio de la “guerra sucia” de los años setenta (que se explica por el sesgo autoritario que caracterizaba el antiguo régimen), su actuación había sido respetuosa de la ley y de la institucionalidad. Ello redundó en el generalizado aprecio social que las investía.
Pero desnaturalizar la función del Ejército al utilizarlo en tareas de policía para las que no está preparado (ni concebido), significa exponerlo a una situación en la que la presencia de abusos y violaciones a derechos humanos de su parte era sólo cosa de tiempo. El problema es que todo ello se traduce, poco a poco, en un gradual y peligroso desprestigio social de las fuerzas armadas que a nadie conviene.
Lejos de lo que podría pensarse en la lógica prevaleciente en muchos de los circuitos gubernamentales, la mejor estrategia para impedir ese desprestigio de nuestra milicia (en tanto no se le saca de las calles) es castigar los abusos, exigir responsabilidades, suprimir el fuero militar y, con ello mandar el mensaje, de que en la defensa de la seguridad pública no todo se vale y el respeto de los derechos es algo intransigible.
La muerte violenta de una persona ajena a los enfrentamientos es de por sí condenable, con independencia de si es cometida por grupos del crimen organizado o por las fuerzas de seguridad. Pero en este segundo caso, el tema es más complejo porque lo que se pone en cuestión es el eventual abuso de la fuerza que legítimamente se concentra en manos del Estado. Para decirlo de otra manera, en un caso estamos ante un asunto que penalmente se considera un homicidio, en el otro estamos, además, frente a una violación de derechos humanos, es decir, un uso indebido y excesivo de la autoridad pública.
Lo peor es que ante la desbocada crisis de seguridad, y los efectos que sobre la cohesión social provoca, se ha abonado el terreno para justificar como “inevitables” las muertes de inocentes que son abatidas en los fuegos cruzados o por los cada vez más frecuentes errores de las fuerzas del orden. Parecería que los márgenes de exigencia del respeto de los derechos y del uso racional y proporcional de la fuerza por parte de las policías y los militares son cada vez más estrechos y que su transgresión eventualmente puede ser justificada como un mal menor frente a la consecución de un bien superior.
Es cierto que en las semanas recientes, el Presidente ha abandonado la desafortunada expresión de “guerra al narcotráfico” con la que gustó de caracterizar durante los primeros tres años y medio de su gobierno, a la estrategia gubernamental de combate al crimen. Fue un peligroso abuso lingüístico que alimentó una lógica de confrontación, polarización y excepcionalidad en la que era aceptable adoptar e ideas como el que el mismo gobierno usó para justificar las bajas de inocentes: “daños colaterales”. Ésa es una idea y concepto inaceptable en democracia constitucional, pero que hoy es recurrente y parece haberse instalado en el imaginario colectivo como algo natural e inevitable. Seamos claros, nadie pretende que el Estado claudique en perseguir los delitos y confrontar al crimen, pero eso, o bien ocurre en el marco del respeto absoluto de los derechos fundamentales, o bien estamos ante una crisis del Estado mismo (entendido como un Estado constitucional).
La muerte de dos miembros de la familia De León, acontecida el domingo pasado, en la carretera Monterrey-Laredo, a manos de efectivos militares, es el último episodio de una serie de casos de irracional (ab)uso de la fuerza que de ninguna manera puede justificarse y frente a los cuales no debemos perder la capacidad de indignación.
Desafortunadamente, esos casos son los que evidencian de modo dramático lo equivocado de una estrategia unidimensional de confrontar de manera primordial (y prácticamente exclusiva) un fenómeno complejo y multidimensional como lo es el crimen organizado.
Históricamente, las fuerzas armadas mexicanas han demostrado (a diferencia de casi todas sus homólogas latinoamericanas) una profunda vocación institucional. Salvo el lamentable episodio de la “guerra sucia” de los años setenta (que se explica por el sesgo autoritario que caracterizaba el antiguo régimen), su actuación había sido respetuosa de la ley y de la institucionalidad. Ello redundó en el generalizado aprecio social que las investía.
Pero desnaturalizar la función del Ejército al utilizarlo en tareas de policía para las que no está preparado (ni concebido), significa exponerlo a una situación en la que la presencia de abusos y violaciones a derechos humanos de su parte era sólo cosa de tiempo. El problema es que todo ello se traduce, poco a poco, en un gradual y peligroso desprestigio social de las fuerzas armadas que a nadie conviene.
Lejos de lo que podría pensarse en la lógica prevaleciente en muchos de los circuitos gubernamentales, la mejor estrategia para impedir ese desprestigio de nuestra milicia (en tanto no se le saca de las calles) es castigar los abusos, exigir responsabilidades, suprimir el fuero militar y, con ello mandar el mensaje, de que en la defensa de la seguridad pública no todo se vale y el respeto de los derechos es algo intransigible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario