El último episodio de las relaciones México-Cuba dejó muchas interrogantes sobre los objetivos del legendario y desprestigiado comandante al reaparecer en público y hacer “reflexiones” que sorprendieron y molestaron al gobierno mexicano. Asimismo, despierta muchas dudas sobre el futuro de las relaciones de México con los gobiernos de izquierda radical en América Latina. Después de muchos esfuerzos, tiempo y concesiones para llevar la fiesta en paz con ellos, Felipe Calderón se encuentra de nuevo en el punto de partida: una relación con el actor más importante de esa izquierda caracterizada por dimes y diretes, tensiones y el abierto distanciamiento de los dirigentes castristas. Era difícil ignorar las reflexiones de Fidel que tocaron el delicado tema de las elecciones de 2006. Es comprensible, por lo tanto, el comunicado de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) que de inmediato rechazó las afirmaciones de Fidel Castro destinadas a descalificar a las instituciones jurídicas y políticas mexicanas. Lo que resulta discutible es la pertinencia del siguiente párrafo, donde se hacen pronunciamientos sobre las elecciones democráticas en Cuba y la situación de los derechos humanos. Es evidente que se cayó en la provocación de Castro y se abrió, con ello, un espacio de confrontación que será muy difícil de zanjar. Creo que las provocaciones de Fidel Castro no tienen mayor importancia. El viejo dirigente ya no ocupa el sitio de mayor influencia dentro del gobierno cubano, sus escritos y declaraciones son cada vez más deshilvanados y su figura ya no ejerce atractivo en la opinión pública mundial. A cambio, la decisión mexicana de incursionar en el asunto de la democracia y los derechos humanos en Cuba sí tiene consecuencias. Para empezar, es un tema al que se llega tarde. En fechas recientes la acción internacional a favor de los derechos humanos en Cuba tuvo un momento álgido a raíz de la huelga de hambre de presos políticos, un hecho particularmente doloroso al perder la vida uno de ellos. La movilización en diversos países condenando la represión de los disidentes y el maltrato a los prisioneros en Cuba fue intensa. La acción más destacada fue la llevada a cabo por el canciller español, quien condujo, apoyado por la Iglesia, negociaciones que permitieron la liberación de buen número de presos políticos y abrieron la puerta, todavía no se sabe hasta dónde, a un giro en la política cubana de derechos humanos. El Ejecutivo mexicano se mantuvo ajeno a esas movilizaciones. En su momento, tuvo mayor importancia lograr la presencia de Cuba en las celebraciones de la Cumbre de la Unidad en Cancún. Reunión encabezada por México en la que, cuidadosamente, se eludió el tema de los derechos humanos. El interés por el tema se manifestó en el Senado, donde se promovió un punto de acuerdo para solicitar al gobierno cubano respeto a la dignidad y los derechos humanos de los prisioneros políticos. Ese punto no se aprobó al no obtener los votos afirmativos necesarios en el pleno. Dentro de los votos en contra se encontraba el del presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores para América Latina y el Caribe, un connotado miembro del PAN. Al comentar sobre su voto, el senador se refirió a la petición que le había hecho el embajador mexicano en Cuba; difícil imaginar que la canciller y el presidente no coincidían con su representante. ¿Cómo explicar el cambio tan brusco? Sin duda por el enojo despertado por Fidel Castro. Pero la irritación no es suficiente para conducir una política o para recuperar autoridad moral en los temas de democracia y derechos humanos. Considero esencialmente errado pensar que la relación con Cuba se debe guiar por las provocaciones de Fidel o por un estado de ánimo condescendiente o indignado. Los motivos que llevaron en los inicios del gobierno de Felipe Calderón a buscar la normalización de relaciones con Cuba eran y siguen siendo válidos. Las relaciones con Cuba no interesan por motivos coyunturales, ni por el rumbo que sigan sus procesos internos, sino por el papel que la isla tiene para intereses de México en el ámbito nacional e internacional. Primero, no se puede olvidar la influencia de Cuba en el voto de países africanos y caribeños en el seno de los organismos multilaterales. Otra sería la historia de nuestra elección al Consejo de Seguridad en 2008 si Cuba hubiese decidido boicotear la candidatura mexicana. Para bien o para mal, los grupos regionales son significativos en los organismos internacionales. Por ello, es importante medir el ambiente que reina en dichos grupos y, hoy en día, la mayoría de gobiernos latinoamericanos opta por entenderse con Cuba. En segundo lugar, se debe tener presente que las relaciones con los gobiernos de izquierda radical en América latina pasan por La Habana. Si Hugo Chávez decide condicionar la buena relación con México al buen entendimiento que éste tenga con su amigo Fidel, la posición de los países de la Alianza Bolivariana (Alba) en la próxima conferencia del COP16 puede provocar problemas. No se puede olvidar que los países pertenecientes a dicha alianza fueron los que mayormente entorpecieron el consenso en Copenhague.En tercer lugar, se encuentran los temas bilaterales que conviene conducir amistosamente con Cuba. Los dos más evidentes son el asunto migratorio y la lucha contra el crimen organizado. Mantener la cabeza fría para guardar los beneficios que se quisieron obtener a los inicios de la presente administración, cuando la prioridad fue la normalización de relaciones con los países de izquierda radical en América Latina, era la tarea obligada de un buen estadista. De otra manera, nos encontramos frente a una situación en la que el pleito sustituye a la política.
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