La magna conmemoración del Bicentenario de la Independencia se verá marcada no sólo por las obras que no se concluyeron, los gastos que habrá que explicar, el desánimo colectivo, las preocupaciones de los distintos sectores, sino sobre todo por la contingencia de las lluvias. Cuando dentro de un tiempo se recuerden estas fechas, será ineludible referir las grandes inundaciones que padeció una buena parte del territorio nacional.
Lo que hemos visto en estos días, cuando la temporada de lluvias aún no termina, y los huracanes todavía no llegan, ha sido la devastación de un número considerable de comunidades, que ha dejado, por lo pronto, medio millón de damnificados. El desajuste ambiental llegó para quedarse y sin duda habrá que darle el lugar que se merece en la agenda de políticas públicas. Dos asuntos llaman la atención.
El primero de ellos, que cuando termine la temporada de lluvias y se puedan cuantificar los daños en infraestructura, el debate en la Cámara de Diputados en torno al Presupuesto de Egresos presumiblemente deberá reorientar las prioridades hacia la reconstrucción. Uno será el proyecto enviado por el Ejecutivo y otro muy distinto el que aprueben los legisladores. Ciertamente, aún es muy temprano para cuantificar la reconstrucción, pero se antoja que no será una cifra menor.
Por desgracia en materia de infraestructura lo que hemos padecido es un subejercicio crónico del gasto; no es que no existan proyectos a desarrollar, es que hay una incapacidad práctica para ejecutarlos. Me parece que los legisladores tendrán que idear mecanismos para incrementar los controles al gasto pero sobre todo garantizar la ejecución de las obras proyectadas. No deja de ser paradójico que seamos un país con una recaudación baja y lo poco que se logra ingresar a las arcas no se ejerza con oportunidad. El peor de los mundos.
En fin, que las lecciones presupuestales de la temporada de lluvias no debieran ser menores. Por supuesto que también habrá que poner sobre la mesa el tema de la planeación urbana y preguntarnos cuántas de las comunidades devastadas no lo serían si existiera una regulación estricta en torno a los asentamientos humanos. Sin duda se trata de un desastre natural que infortunadamente será creciente, pero ello no debe eximir de responsabilidades a quienes pudieron atemperar la magnitud de la tragedia.
El segundo asunto que llama la atención es la poca solidaridad que como sociedad hemos mostrado para con nuestros connacionales. Hace casi 25 años, cuando un sismo devastó al DF, se conocieron muestras ejemplares de solidaridad. Hoy, en cambio, la cobertura noticiosa hace aparecer como rutinaria la tragedia y los centros de acopio, si los hay, están vacios. Algo nos está ocurriendo. No puede ser que nos estemos acostumbrando a que las desgracias formen parte del decorado natural de nuestro país.
En fin, una vez que concluya la parafernalia del Bicentenario, acaso volvamos a ver el estado que guarda nuestro territorio y tengamos oportunidad de reflexionar, no sólo sobre las reasignaciones presupuestales que habrá que hacer, sino sobre todo en torno a qué nos está pasando, que hoy somos una sociedad menos solidaria que en el pasado.
Lo que hemos visto en estos días, cuando la temporada de lluvias aún no termina, y los huracanes todavía no llegan, ha sido la devastación de un número considerable de comunidades, que ha dejado, por lo pronto, medio millón de damnificados. El desajuste ambiental llegó para quedarse y sin duda habrá que darle el lugar que se merece en la agenda de políticas públicas. Dos asuntos llaman la atención.
El primero de ellos, que cuando termine la temporada de lluvias y se puedan cuantificar los daños en infraestructura, el debate en la Cámara de Diputados en torno al Presupuesto de Egresos presumiblemente deberá reorientar las prioridades hacia la reconstrucción. Uno será el proyecto enviado por el Ejecutivo y otro muy distinto el que aprueben los legisladores. Ciertamente, aún es muy temprano para cuantificar la reconstrucción, pero se antoja que no será una cifra menor.
Por desgracia en materia de infraestructura lo que hemos padecido es un subejercicio crónico del gasto; no es que no existan proyectos a desarrollar, es que hay una incapacidad práctica para ejecutarlos. Me parece que los legisladores tendrán que idear mecanismos para incrementar los controles al gasto pero sobre todo garantizar la ejecución de las obras proyectadas. No deja de ser paradójico que seamos un país con una recaudación baja y lo poco que se logra ingresar a las arcas no se ejerza con oportunidad. El peor de los mundos.
En fin, que las lecciones presupuestales de la temporada de lluvias no debieran ser menores. Por supuesto que también habrá que poner sobre la mesa el tema de la planeación urbana y preguntarnos cuántas de las comunidades devastadas no lo serían si existiera una regulación estricta en torno a los asentamientos humanos. Sin duda se trata de un desastre natural que infortunadamente será creciente, pero ello no debe eximir de responsabilidades a quienes pudieron atemperar la magnitud de la tragedia.
El segundo asunto que llama la atención es la poca solidaridad que como sociedad hemos mostrado para con nuestros connacionales. Hace casi 25 años, cuando un sismo devastó al DF, se conocieron muestras ejemplares de solidaridad. Hoy, en cambio, la cobertura noticiosa hace aparecer como rutinaria la tragedia y los centros de acopio, si los hay, están vacios. Algo nos está ocurriendo. No puede ser que nos estemos acostumbrando a que las desgracias formen parte del decorado natural de nuestro país.
En fin, una vez que concluya la parafernalia del Bicentenario, acaso volvamos a ver el estado que guarda nuestro territorio y tengamos oportunidad de reflexionar, no sólo sobre las reasignaciones presupuestales que habrá que hacer, sino sobre todo en torno a qué nos está pasando, que hoy somos una sociedad menos solidaria que en el pasado.
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