Hay un punto en que la gran mayoría de los politólogos, juristas, historiadores y sociólogos coinciden al momento de estudiar el fenómeno de la vida en sociedad y de la conformación del Estado: que la libertad es la mayor potencia que puede movilizar a las comunidades y a los individuos y todos los intentos por suprimirla terminan, en el corto o el mediano plazo, en cruentos enfrentamientos pues, sin ella, la vida pierde el sentido y se convierte en una forma de subsistir y apenas reconocerse. Para los mexicanos, la conquista y la defensa de las libertades han sido un componente fundamental de nuestra historia. La libertad de creer o no creer, de practicar o no una determinada religión o cualquiera de ellas, la de expresar las ideas a través de todos los medios, la de plasmarla en escritos y publicarlos, la de elegir a los gobernantes y formar asociaciones de cualquier naturaleza, han representado luchas, en ocasiones, de siglos. Hoy, ese conjunto de derechos se ve complicado por diversas tensiones en un momento de cambio de valores y prácticas sociales. Por un lado, las fuerzas que tienden a disminuir el ámbito de las libertades, temas como la seguridad, el combate al narcotráfico o las prevenciones contra el terrorismo, implican consecuentes invasiones a libertades que dábamos por conquistadas y que, sin embargo, se ven constantemente reducidas. Por otro, la promoción y discusión de nuevas prácticas sociales que se traducen en ampliaciones a las libertades de los sujetos, temas como la salud reproductiva, la interrupción del embarazo, el estado civil de las personas con preferencias sexuales distintas y su situación familiar, las disposiciones para finalizar la vida en situaciones médicas críticas, son también potencias que amplían las libertades tradicionales y ponen en evidencia cambios profundos en cómo los mexicanos estamos apreciando la vida y sus manifestaciones. Por último, libertades que aparentemente ya nadie discutía y que aparecen hoy amenazadas por grupos de poder o de presión, la mayor injerencia de la Iglesia católica en la vida política, su presión en la educación, la sexualidad y los medios de comunicación, amenazan constantemente libertades que suponíamos parte de nuestro patrimonio de derechos. El Estado no puede sino limitar las libertades en estricta relación con los aspectos de la convivencia general viendo por la sobrevivencia y el progreso de la comunidad. Sólo en ese sentido es aceptable sacrificar un tanto de nuestras libertades, sólo temporalmente y para perseguir un bien superior. Nadie, ninguna persona y ningún grupo puede, por sí mismo, imponer modelos que impliquen pérdida de libertades para nadie y ese es el punto donde los ciudadanos debemos trabajar principalmente. Conquistar las libertades es un proceso permanente e inacabable, una dinámica de la cual depende la calidad de nuestros derechos y, por tanto, de nuestra ciudadanía. Al conceder, por miedo, superstición, prejuicio o comodidad, disminución a nuestro régimen de libertades, somos cada vez menos ciudadanos y, como diría Azaña, menos hombres.
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