viernes, 3 de septiembre de 2010

SIN COALICIÓN Y SIN GOBIERNO

RICARDO BECERRA LAGUNA

Muy temprano, antes incluso de tomar posesión, la suerte de su gobierno estuvo echada. Como candidato, Felipe Calderón había prometido un “gobierno de unidad nacional”, “un gabinete inclusivo y abierto a otras fuerzas”. No estaba mal. Revelaba un sano realismo y cuentas bien hechas: el PAN había obtenido 41% de los senadores y de diputados. Y ya se sabe que el álgebra congresual es implacable: eso quería decir que en el Poder Legislativo, la suma del PRD, PRI y los otros partidos, alcanzaba 59%, casi 20% más que el PAN y su gobierno. Sabemos poco de los esfuerzos reales hechos por el Presidente para tejer un acuerdo que amalgamara una mayoría en el Congreso, se expresara en el gabinete y en un puñado firme de iniciativas de cambio. Pero vistos los resultados, la operación fue tímida y fracasó en el primer tanteo. Calderón mismo lo reconoció en una entrevista temprana, durante su primera gira por España: “La invitación se formuló con toda honestidad y de hecho sigue abierta. Lo que ocurre es que mis interlocutores políticos la han rechazado. El PRD, desde luego, casi por principio, y el PRI, curiosamente tampoco la ha aceptado…” (El País, 21/I/2007). Con ese lacónico reconocimiento, el Presidente se condenaba a repetir el aburrido libreto de los últimos lustros, al menos desde 1997, cuando el presidente Zedillo perdió la mayoría en Cámara de Diputados. La experiencia fue repetida aún con mayor profundidad y tirantez por Vicente Fox, quien prosiguió por una ruta pendenciera a lo largo de todo su sexenio y que acabó en desbarajuste. Así, la política de Calderón se volvió un peregrinar por el camino inverso: en lugar de coalición de gobierno, gabinete monocolor; en lugar de programas generales y pactados, hombres de confianza que trabajan tejiendo acuerdos puntuales (cuando los logran), tema por tema, en una relación bizca con los otros partidos y sus legisladores. Por un lado, los necesita para hacer prosperar iniciativas clave y, por otro, compite y se da de patadas con los mismos, si así lo precisa el carnaval electoral en turno. El costo de esta fractura entre poderes es demasiado alto: el Legislativo no acompaña, ni es un apoyo clave del gobierno, por el contrario, a menudo es su primer y principal dificultad. Hace sólo unas horas volvimos a testificar el enésimo capítulo de ese desencuentro estructural: el Presidente lanza una batería de reformas financieras contra el lavado de dinero (vital, dice, para la guerra contra el narco). Su urgencia fue contestada con la elocuencia de un bostezo: las prioridades del Congreso son otras, las del Presidente serán turnadas a la ventanilla. Es demasiado fácil —casi siempre dicho desde el púlpito inmaculado de quienes dicen, no hacen política— “analizar” la situación, acomodándose en el lado favorito de este drama. Unos subrayan la soledad, impericia y terquedad del Presidente. A otros les da por machacar la irresponsabilidad de una “clase política” mentecata, incompetente o majadera. Algo hay de todo eso, por supuesto. Pero más allá, muchas cosas andan muy mal en el piso básico de la relación, en el edificio contrahecho de unas reglas arcaicas que aseguran pleitos, tema tras tema y que encarecen la colaboración. El Presidente no construye mayoría, no comparte definiciones estratégicas, ni gabinete ni programa de gobierno. Los partidos opositores tampoco tienen mayoría pero sí, todas las razones para complicar y ensombrecer al gobierno que no los incluye. Y cuando por fin colaboran, lo hacen mediante pujas sordas, oscuras, palmo a palmo, invirtiendo demasiado capital para producir un solo acuerdo. Así seguiremos y así nos irá, si el gobierno, los políticos profesionales y los partidos siguen atados a la tara presidencialista, sin imaginar como legítimo, necesario y legal, el hecho de gobernar en coalición. Dice H. M. Enzensberger, “gobernar en condiciones pluralistas, equivale a una fuerte y abundante ingestión de ranas y de sapos”. Equivale a tragarse todas y cada una de las descalificaciones proferidas contra el adversario en la campaña electoral; sentarse con el odiado contrincante; pedir anuencia, comprensión y, humildemente, solicitar acuerdos; ceder en temas que resultan caros; atender peticiones del malquisto opositor; deformar muchos de nuestros propósitos; colocar en el gobierno propio a figuras que antes fueron inaceptables; votar sobre asuntos de los que no estamos convencidos, y estar dispuesto a consultar todos los días las decisiones con rivales históricos. Esto es lo que significa la coalición de gobierno. Una estación política totalmente nueva, nunca antes experimentada y tampoco imaginada por la cultura de nuestro presidencialismo atávico. Pero la situación real de la política mexicana lo viene exigiendo hace 15 años, lo exige hoy y lo exigirá mañana. El nuevo episodio del desencuentro entre poderes constitucionales, debido al Cuarto Informe, es muy mala noticia para todos, excepto para los poderes fácticos, narcotráfico incluido. Si hay futuro para el pluralismo mexicano es urgente abandonar la clave presidencial con la que entendemos y actuamos la política. Urge pensar e imaginar la vida política en otro formato y de otro modo. Urge poner en movimiento la idea de los gobiernos de coalición.

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