Empeñados el PRI y el PAN en una carrera hacia el fondo del pozo, ofrecen uno que no habrá más impuestos y el otro que el aumento del IVA decretado el año pasado será corregido. Con la ayudadita de un PRD ilustrado en la sabiduría más convencional, el Congreso se aboca a darle al país más de lo mismo, aunque ahora mermado por la obligada prioridad a la seguridad pública a costa, según el proyecto de presupuesto, del desarrollo social, la agricultura y la infraestructura. Al aceptar sin chistar, con apenas unos gritos en tribuna, los criterios rectores de Hacienda, que el frenesí antipopulista de fines del sexenio anterior convirtió en ley de bronce del
déficit cero, los partidos políticos renunciaron a hacer política económica por el lado fiscal, una vez que lo habían hecho en el flanco monetario con la autonomía del Banco de México y su unidimensional mandato antinflacionario. Se trató de una renuncia también mental, como lo puede ilustrar la presente discusión en torno al punto de más o de menos del IVA, cuando la economía ni siquiera se ha recuperado y los nubarrones de nuevos desajustes globales están a la vista. Así, los partidos se han sumido en un toma y daca presupuestario y sus legisladores son parte de la rebatiña inmediata por migajas, donde se expresan las angustias y urgencias de gobernadores y alcaldes. Ahí se condensan el cúmulo de necesidades insatisfechas que caracteriza a México, una legitimidad siempre cuestionada y una hacienda pública famélica. La resultante de este circo en que ha devenido nuestro secular drama fiscal es un embrollo, como lo ha llamado David Ibarra, que no puede sino redundar en mayor confusión y desperdicio de recursos, por demás escasos. El ejercicio en puerta parece condenado a arrojar como desenlace final la confirmación de la rutina como práctica presupuestaria: lo mismo pero con menos. La inercia y la tortuosidad en la disposición del gasto serán presentados, a su vez, como virtudes cardinales de la prudencia de la Secretaría de Hacienda, a cuyo titular sólo parece faltarle invocar a Obama para que nos explique a los terrícolas la ciencia infusa que inspira sus propuestas. Cómo y cuándo ocurrió esta colosal renuncia a un quehacer político fundamental, en especial de la política democrática, no es fácil de precisar. Durante la égida autoritaria no ocurría así, aunque la transparencia no fuera el atributo mayor de aquella forma de hacer política económica. Por debajo de su opacidad proverbial, había proyectos y la búsqueda de prioridades, así como una disputa permanente en torno a la composición de las asignaciones. Nada ejemplar, por supuesto, pero al fin y al cabo un empeño por respetarle al Presupuesto su papel clásico de espacio para determinar y deliberar sobre las preferencias de la sociedad. Con el cambio estructural vino el remolino de las certezas de la Gran Teoría y todo quedó sujeto a los juegos de abalorios del pensamiento neoliberal que se soñaba único. Llegó a imaginarse como terminal de nuestra dura historia una
democracia sin adjetivos, en la muy rendidora frase de Enrique Krauze, a la que correspondería un Estado sin objetivos, para no introducir adiposidades al libre discurrir del mercado. Tal vez fue entonces que empezó a instalarse esta nociva costumbre que ha dado al traste con las capacidades del Estado no sólo para regir la vida económica, como lo establece la Constitución, sino tan sólo para generar y evaluar proyectos de inversión, identificar necesidades materiales y corregir entuertos presupuestarios. Si a esto añadimos el sometimiento de la banca de desarrollo, decidido y actuado por los propios hombres del Estado que decía transformarse, quizás tengamos el cuadro inicial de lo que no puede sino calificarse de quiebra de la política y de fractura constitucional y estatal, propiciadas por los políticos mismos. Así las cosas, las bravatas priístas o la confusión perredista en materia económica son apenas el prólogo de derrumbes mayores, por venir o en curso. Del PAN para qué acordarse: anda de parranda bicentenaria.
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