domingo, 26 de septiembre de 2010

DE CELEBRACIONES

ROLANDO CORDERA CAMPOS

Pasó el bicentenario y tocó a la UNAM celebrar su primera centuria como institución nacional. Vendrá noviembre y la revolución buscará recuperar las mayúsculas, con el permiso y sin él de los revisionistas a la orden que, de la taxonomía y disección del siempre complejo fenómeno, pasaron en estos tristes años de la alternancia a la negación del acontecimiento y sus varias implicaciones políticas, económicas y sociales. Hacerle eco al lamentable postulado de Fox sobre los 70 años perdidos fue cometido de historiadores autodesignados, pero no deja de resultar interesante que con la revisión haya venido la negación a ultranza de lo que la revolución propició o permitió: una efectiva circulación de las elites; la construcción de un Estado capaz de promover el desarrollo y de proteger, hasta el exceso, a los productores capitalistas que hicieron posible aquella primera acumulación industrial que se montó en lo que había logrado emerger en el porfiriato y, por último pero no al último, la ampliación de unos sectores medios apabullados por la dictadura y la propia forma de crecimiento adoptada, acosados por el remolino que a muchos alevantó, pero carentes de perspectivas firmes en materia de empleo, dedicación, cultivo de la cultura, la crítica o la ciencia. Con corporativismo y todo, como resultado de algún maquiavelismo de guarache o como milagro guadalupano, estas capas, gracias a la expansión de la educación media y superior, llegaron a conformar auténticos estratos cuya cristalización llevó a sus hijos al reclamo democrático inaugurado con sangre y fuego en 1968 e impulsado de igual forma en 1994. Al final de cuentas, lo que se exigía en el 68 al Estado era asumir con humildad y congruencia que el país podía pasar de la primaria y aspirar a graduarse de adulto. Sin revolución todo hubiere sido igual reza ahora esta poquitera versión de la célebre conseja del conde de Lampedusa. Se trata de un abuso de la argumentación contrafactual que ha encontrado hospedaje generoso en la confusión que domina el espíritu público, pero que sobre todo sirve como vehículo para una irracionalidad interconstruida con el sistema oligárquico en que desembocaran el cambio estructural globalizador de los años 80 y 90 y la conclusión del tránsito democrático al inicio del nuevo milenio. Sin historia en la que abrevar y sin un pasado del que tomar lecciones y enorgullecerse, no hay más que el presente continuo carente de objetivos, a pesar de que el estancamiento se traduzca en inmovilismo del Estado y de la propia política y nos condene a un futuro sin porvenir. Hay sin duda mucho que revisar y rescribir de esta saga que a muchos nos permitió, sin más, llegar a la universidad, aspirar al buen empleo y aprovechar una meritocracia incipiente y siempre marcada por el poder y la política autoritaria. Para eso tenemos a nuestro lado a buenos y robustos historiadores y. todavía, a entusiastas economistas, sociólogos y politólogos, que no se han arredrado ante la dictadura del llamado pensamiento único y arriesgan criterios de evaluación claros e insisten en gestar alternativas. Como lo ha hecho con fervor y activismo ejemplar el flamante doctor honoris causa de la UNAM David Ibarra. La muerte del intelectual público se ha anunciado una y otra vez en nuestro tiempo. Con la muerte de Carlos Monsiváis topamos con lo insustituible y hemos de lamentar y recordar sin pausa una pérdida mayúscula para la crítica y la capacidad social de generar agendas y visiones peligrosas a la vez que generosas y promisorias. Pero como bien dijo el rector Narro al recordar su desaparición, su obra está con nosotros y no habrá mejor manera de tenerlo con nosotros que con su lectura y relectura. La UNAM celebró de buena y festiva gana, y su rector, ante el pleno del Congreso de la Unión, hizo honor al legado de Justo Sierra y se puso a la altura del pundonor republicano de su nieto, el ingeniero Javier Barros Sierra, cuando convocó a reivindicar la política como expresión civilizada y práctica civilizatoria, y urgió a los partidos y al gobierno a cambiar el rumbo y buscar un nuevo curso para nuestro desarrollo. Habló Narro desde la pluralidad exigente e imprescindible que es propia de toda universidad, lo que no le impidió tomar partido por la justicia social, la equidad, el laicismo y el ejercicio de la soberanía por el Estado para remover concentraciones inicuas y ampliar las bases para el bienestar fundamental, mediante una salud digna y una educación de calidad. Al honrar su propia memoria, sin grandilocuencia ni autosatisfacciones insostenibles, pero con ánimo de ir más allá de la misión cumplida ante don Justo; al reiterar su llamado al gobierno y el Congreso para que apoyen con seriedad y consistencia a todo el sistema universitario y de investigación e innovación nacionales, el rector ofreció al país el esbozo de un rumbo que de ser acogido y enriquecido por las fuerzas políticas y las organizaciones sociales puede llevarnos pronto a unas nuevas jornadas de pragmatismo histórico, como el que desplegaron Lázaro Cárdenas y los suyos y que, maltrecho y luego contrahecho, nos permitió afirmarnos como nación y asumir con rigor la necesidad de un Estado en condiciones de representarnos de modo incluyente. De esto se trata: de reconocer para conocer; de identificar debilidades para encontrar nuestras fuerzas. A partir de lo que hay y se tiene pero para exigir(nos) más y mejor. Este es el legado de 200 años y la lección de la UNAM centenaria.

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