La celebración de los 100 años de existencia de la Universidad Nacional Autónoma de México —si bien la autonomía se consiguió unas décadas más tarde—, que mereció una sesión solemne en el Congreso de la Unión y, un día antes, el reconocimiento explícito del presidente de la República en un recinto universitario, es uno de los escasos signos alentadores de nuestro tiempo como país. El que sea una institución académica, pública, masiva, popular, la que despierte el orgullo y el respaldo de múltiples sectores de la sociedad mexicana no puede sino valorarse positivamente. En medio de la crisis, de la violencia, de una discusión pública pobre, de un debate político tan vacío como confrontado, de una discusión económica encapsulada, de un sentido común influenciado y manipulado por unos cuantos consorcios de la telecomunicación, de un protagonismo de una Iglesia escasamente comprometida con la legalidad sobre la que se edifica el laicismo, de un panorama en general ominoso donde se identifican pocas luces para alumbrar el futuro, el que sea una institución hecha para el saber quien concentre un amplio respaldo y aplauso puede indicar que no todo está perdido, que se sigue valorando a la enseñanza, la investigación y la difusión de la cultura como las herramientas modernas que México necesita para construir una mejor realidad.
Llegar a esta buena valoración externa no ha sido fácil. En los últimos años hubo que remontar no sólo los resquemores contra la educación superior pública que se instalaron en el punto de vista convencional dominante desde los años ochenta, sino la auténtica crisis de legitimidad que representó la autoritaria huelga de 1999-2000, donde el radicalismo con banderas pretendidamente de izquierda lesionó el prestigio de la Universidad al cerrar durante casi un año los espacios de trabajo académico y aprendizaje y de cortar, para siempre, las posibilidades de formación de varios miles de mexicanos. Desde entonces, un arduo y cuidado trabajo de reproyección institucional ha permitido que, de la UNAM, se valore lo que produce desde sus aulas, cubículos, laboratorios, para el país: conocimiento científico en las más diversas áreas, reflexión crítica e informada sobre nuestro devenir. En el centro de la atención a la UNAM está lo que debe estar: sus logros académicos, sus números impresionantes de atención a alumnos y formación de profesionistas y posgraduados, la vasta producción científica, humanística y artística por la que el propio país se conoce y es conocido y reconocido también en el extranjero.
La UNAM es el crisol donde se encuentra buena parte de la riqueza cultural y científica del país: desde sus filmotecas a sus centros de monitoreo de los volcanes; de sus seminarios de ciencias sociales a los observatorios astronómicos; con carreras tan disímiles como “piano” o “bioquímica diagnóstica”; con un estudiantado tan plural como difícilmente se pueda encontrar en alguna otra institución; con la generación de la mitad de la investigación nacional y con la mayor cantidad de investigadores nacionales de nuestro territorio. Tenemos una Universidad que hace honor a ese sustantivo.
El merecido reconocimiento a la UNAM no implica, sin embargo, que sea unánime o en todo. La UNAM tiene críticos y adversarios, algunos de ellos de mala fe y otros que no tienen la información necesaria. Pero no detrás de todo crítico a la UNAM, o a algunas de sus prácticas o áreas, hay un malintencionado o un ignorante. La UNAM no puede darse el lujo —o más que la UNAM, los universitarios, quienes trabajamos y estudiamos en ella— de eludir o desoír las críticas, es más, deberíamos de formularlas, en primer lugar, los universitarios, para mejorar lo que no está bien y para mantenernos lejos de la demagogia que tanto despreciamos en los demás.
A la fecha, tenemos niveles de eficiencia terminal que dejan mucho que desear; nuestra planta docente no necesariamente está bien actualizada en sus conocimientos y prácticas pedagógicas, y la evaluación a los académicos depende de que ellos quieran acceder a promociones o a estímulos, pero no se trata ni de lejos de una práctica exigente y generalizada. Perdura la sui géneris distinción entre “profesor de tiempo completo” e “investigador”, de tal suerte que no se acaba de asimilar que una obligación ineludible de todo profesor es la investigación y que los investigadores tienen que estar comprometidos e involucrados, siempre, en la formación de los alumnos desde la licenciatura. Con frecuencia, los profesores de “hora clase”, sobre todo en carreras de ciencias sociales —y a diferencia de lo que ocurre con los médicos, los ingenieros, los abogados—, nunca han trabajado en otro lado que no sea la propia Universidad, de tal suerte que no imparten conocimientos adquiridos en su campo de trabajo. Nuestras normas de exigencia hacia los estudiantes son laxas, se puede reprobar una y otra vez sin que pase nada. El personal administrativo con frecuencia no cumple su labor: para nadie es un secreto que los salones, pasillos y baños de la UNAM, aunque CU haya sido declarada patrimonio cultural de la humanidad, suelen dar pena ajena. Y tenemos problemas estructurales, agudos, como el envejecimiento de la planta académica y la escasez de espacios para la renovación de los profesores e investigadores que sin duda tendrá repercusiones sobre la calidad del trabajo institucional.
El reconocimiento a la UNAM, a su lugar en la construcción de México, es más que merecido. Los eventos de esta semana han sido sobrios y solemnes, como corresponde a una institución académica. A los universitarios nos queda ahora, para ser consecuentes con nosotros mismos, hacernos cargo de todo aquello, que es mucho, que no resulta digno de aplauso y que debemos mejorar.
Llegar a esta buena valoración externa no ha sido fácil. En los últimos años hubo que remontar no sólo los resquemores contra la educación superior pública que se instalaron en el punto de vista convencional dominante desde los años ochenta, sino la auténtica crisis de legitimidad que representó la autoritaria huelga de 1999-2000, donde el radicalismo con banderas pretendidamente de izquierda lesionó el prestigio de la Universidad al cerrar durante casi un año los espacios de trabajo académico y aprendizaje y de cortar, para siempre, las posibilidades de formación de varios miles de mexicanos. Desde entonces, un arduo y cuidado trabajo de reproyección institucional ha permitido que, de la UNAM, se valore lo que produce desde sus aulas, cubículos, laboratorios, para el país: conocimiento científico en las más diversas áreas, reflexión crítica e informada sobre nuestro devenir. En el centro de la atención a la UNAM está lo que debe estar: sus logros académicos, sus números impresionantes de atención a alumnos y formación de profesionistas y posgraduados, la vasta producción científica, humanística y artística por la que el propio país se conoce y es conocido y reconocido también en el extranjero.
La UNAM es el crisol donde se encuentra buena parte de la riqueza cultural y científica del país: desde sus filmotecas a sus centros de monitoreo de los volcanes; de sus seminarios de ciencias sociales a los observatorios astronómicos; con carreras tan disímiles como “piano” o “bioquímica diagnóstica”; con un estudiantado tan plural como difícilmente se pueda encontrar en alguna otra institución; con la generación de la mitad de la investigación nacional y con la mayor cantidad de investigadores nacionales de nuestro territorio. Tenemos una Universidad que hace honor a ese sustantivo.
El merecido reconocimiento a la UNAM no implica, sin embargo, que sea unánime o en todo. La UNAM tiene críticos y adversarios, algunos de ellos de mala fe y otros que no tienen la información necesaria. Pero no detrás de todo crítico a la UNAM, o a algunas de sus prácticas o áreas, hay un malintencionado o un ignorante. La UNAM no puede darse el lujo —o más que la UNAM, los universitarios, quienes trabajamos y estudiamos en ella— de eludir o desoír las críticas, es más, deberíamos de formularlas, en primer lugar, los universitarios, para mejorar lo que no está bien y para mantenernos lejos de la demagogia que tanto despreciamos en los demás.
A la fecha, tenemos niveles de eficiencia terminal que dejan mucho que desear; nuestra planta docente no necesariamente está bien actualizada en sus conocimientos y prácticas pedagógicas, y la evaluación a los académicos depende de que ellos quieran acceder a promociones o a estímulos, pero no se trata ni de lejos de una práctica exigente y generalizada. Perdura la sui géneris distinción entre “profesor de tiempo completo” e “investigador”, de tal suerte que no se acaba de asimilar que una obligación ineludible de todo profesor es la investigación y que los investigadores tienen que estar comprometidos e involucrados, siempre, en la formación de los alumnos desde la licenciatura. Con frecuencia, los profesores de “hora clase”, sobre todo en carreras de ciencias sociales —y a diferencia de lo que ocurre con los médicos, los ingenieros, los abogados—, nunca han trabajado en otro lado que no sea la propia Universidad, de tal suerte que no imparten conocimientos adquiridos en su campo de trabajo. Nuestras normas de exigencia hacia los estudiantes son laxas, se puede reprobar una y otra vez sin que pase nada. El personal administrativo con frecuencia no cumple su labor: para nadie es un secreto que los salones, pasillos y baños de la UNAM, aunque CU haya sido declarada patrimonio cultural de la humanidad, suelen dar pena ajena. Y tenemos problemas estructurales, agudos, como el envejecimiento de la planta académica y la escasez de espacios para la renovación de los profesores e investigadores que sin duda tendrá repercusiones sobre la calidad del trabajo institucional.
El reconocimiento a la UNAM, a su lugar en la construcción de México, es más que merecido. Los eventos de esta semana han sido sobrios y solemnes, como corresponde a una institución académica. A los universitarios nos queda ahora, para ser consecuentes con nosotros mismos, hacernos cargo de todo aquello, que es mucho, que no resulta digno de aplauso y que debemos mejorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario