Siempre se ha pensado que la interpretación de la Constitución es algo de lo más difícil que hay en el campo del derecho, si no es que lo más difícil. No puede decirse que la Constitución sea en todos los casos muy clara ni muy explícita en su texto. Pero sucede que los problemas más graves de interpretación no provienen de ella en su conjunto ni de su letra. Por lo general, el texto constitucional es bastante transparente en su letra y en su significado. Eso se puede decir, incluso, de los textos originales de los diferentes artículos; pero es un hecho que las muchas reformas que se les han hecho son las que más pecan de falta de claridad y de contundencia en sus postulados. Aun así, la Constitución en su letra original y en la de sus reformas no presenta, por sí misma, los mayores problemas a la hora de interpretarla. Los verdaderos problemas vienen cuando el juzgador debe interpretar la ley derivada en su constitucionalidad y su apego o proximidad al dictado constitucional. La Constitución puede ser muy clara, pero las leyes, por lo general, no lo son y siempre presentan oscuridades que impiden saber, no sólo su sentido particular, sino su relación con la Carta Magna. En realidad lo que el juez hace o debería hacer es determinar si el contenido de las leyes es constitucional. Es por eso que, en los Estados Unidos, todos los jueces de todos los rangos están facultados para interpretar la Constitución. Interpretar, por cierto y cuando se trata de un texto, quiere decir, en lenguaje común, explicar o fijar el sentido del mismo. En derecho, puede decirse y tratándose de lo esencial, es un problema capital, aunque, en el fondo, viene a ser lo mismo. Interpretar la ley quiere decir traducir el sentido que su texto encierra y fijarlo en formulaciones lo más amplias y plenamente comprensibles. Como dijera Emilio Betti, se trata de disolver todos los misterios que la pueden envolver y alcanzar, por así decirlo, el consenso más universal en torno al verdadero sentido del texto legal. De hecho, no puede decirse que hay diferencia alguna entre interpretar la ley e interpretar la Constitución; pero estamos obligados a interpretar en la ley, ante todo, su constitucionalidad. Por eso resulta aberrante que en nuestro sistema constitucional los únicos autorizados y facultados para interpretar la Constitución y establecer su sentido último y definitivo sean los ministros de la Corte, reunidos en sus salas o en el pleno de la misma. Mientras que, por otro lado, los únicos que pueden y deben interpretar la constitucionalidad de las leyes son los jueces federales (de distrito o magistrados de los tribunales de circuito). Eso siempre ha significado convertir a nuestros jueces comunes en meros leguleyos, vale decir, intérpretes superficiales y muy poco rigurosos de las leyes e inhibidos permanentemente frente a la Constitución y sus enormes problemas de interpretación. Entre nosotros, difícilmente un juez ordinario se mete con la Constitución, aunque es de presumir que alguna vez la habrá leído, tal vez en la escuela. Y eso es lamentable para nuestro sistema de justicia. La verdad sea dicha, no sólo los jueces deberían leer todo el tiempo la Carta Magna; también deberían hacerlo todos los ciudadanos. Así sabrían que el texto en el que están cifrados todos sus derechos y sus garantías es precisamente ella. Recuerdo que en una asamblea del movimiento del 68 en el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, Heberto Castillo, mostrando un ejemplar, nos dijo:
Acostúmbrense a traer siempre con ustedes este librito. Y léanlo y estúdienlo, porque representa la única defensa contra la arbitrariedad que los ciudadanos comunes tenemos en este país. Un juez que únicamente se pronuncia sobre la letra de los artículos de una ley ordinaria y juzga el caso que se le somete de acuerdo con ello, simplemente, no tiene sentido y, en lugar de ser un árbitro de justicia, se convierte en un estorbo para la enorme tarea de impartirla y de decir el derecho de cada quien. Un juez, cualquiera que sea su nivel o su rango, incluso un simple juez de paz o cívico, debe tener siempre en mente interpretar las leyes (y también los reglamentos administrativos) en su constitucionalidad, antes que nada, antes incluso de que vea si las disposiciones invocadas por las partes son las adecuadas. La ley no es legal por sí misma o en abstracto. El juez debe siempre pensar que derivó de una institución constitucional y que a ella debe atenerse. Es ley en virtud de la majestad de la Carta Magna. Todos deberíamos estar facultados y autorizados para interpretar la Constitución y, más todavía, los letrados, o sea, los especialistas en el derecho (juristas, litigantes o jueces). A éstos deberíamos exigirles que fueran doctos en su conocimiento de las especialidades jurídicas y, tratándose de los jueces, sabios en sus decisiones al decir el derecho. En todo caso, sería una maravilla que la interpretación de la Constitución se convirtiera en un asunto de interés público, sencillamente porque eso nos pondría en condiciones de ser buenos ciudadanos y, probablemente, buenos observantes de la ley. Claro que esto es un ideal inalcanzable; pero lo planteo sólo para poner de relieve la importancia nodal que tiene el tema de la interpretación de la Constitución y de la constitucionalidad de las leyes en nuestra vida pública. Podemos advertir que, con ello, nos acercamos a otro ideal que resulta crucial: decir el derecho debería ser, ante todo, interpretar la Constitución e interpretar las leyes en su constitucionalidad, antes que fijar la atención en sus contenidos específicos que, sí, desde luego, requieren ser aclarados y determinados conceptualmente. La Constitución, empero, es la fuente de todos los derechos y deberes en el sistema jurídico nacional. La ley sólo es general y abstracta en el sentido de que no se hizo para una sola persona, sino para todas en el conjunto de la sociedad y nunca mirando a ninguna condición particular o personal. Pero, si bien se miran las cosas, por lo menos la ley no puede ser abstracta, existente en sí misma, sino derivando de una institución constitucional y especificando en su articulado el modo en que esa institución se cumple y se sigue en la realidad. Por todo lo anterior, también podrá verse que éste no es un tema meramente académico o abstracto, sino del mayor interés para la sociedad. Es también, podría aventurar, el tema de mayor importancia política, pues de ello depende que la política sea sometida a reglas ciertas. La interpretación de la Constitución y sus leyes es, ni duda cabe, el puente permanente entre la formulación del derecho y su aplicación y, por lo mismo, la verdadera realización del derecho. Significa aplicar el derecho con plena conciencia de su significado y de sus mandatos y, sobre todo, también la realización plena de la impartición de justicia, la que respeta en todo lo que la norma manda. Estaremos menos indefensos e inermes mientras más y mejor nos apliquemos, todos, a la tarea de interpretar la Constitución y sus leyes.
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