La institución del Informe presidencial a las cámaras del Congreso es extremadamente importante en nuestro orden constitucional. Desde luego, significa el encuentro de los dos poderes de la Unión más representativos. La fórmula oficial dice que el presidente informa
a la representación nacional(el Congreso) sobre el estado que guardan los asuntos de la nación bajo su gestión. En el régimen de la Constitución de 1917, empero, ha experimentado un deterioro que raya en la degradación sin remedio. El Informe se ha convertido en el acto más intrascendente y a menudo ridículo de nuestra vida institucional. Los presidentes de la Revolución Mexicana hicieron de su fecha una vil pachanga que acabó llamándose
el día del presidente, y los presidentes panistas lo han convertido en una pantomima. No se trata de una mera ocurrencia ni, mucho menos, de un acto de lucimiento de nadie, ni del presidente ni del Congreso. Es una necesidad institucional que dicta que el presidente, encargado del Poder Ejecutivo, vale decir, del gobierno de la nación, debe informar al Congreso de todos sus actos que tengan que ver con la conducción de los asuntos públicos. Al titular del Ejecutivo, se supone en la letra de la Carta Magna, se le entregó el poder no como un regalo, sino para que cumpla con deberes que tienen que responder a necesidades de la sociedad y sobre lo cual debe dar cuenta cabal. La obligación de informar de parte del presidente, se supone, debe dar lugar a la evaluación de sus actos por parte del poder que recibe su informe y determinar si actuó apegado a la Constitución y a sus leyes. Nada más, pero nada menos. El que las cosas no sucedan como se estipula en la letra de la Carta Magna y sus leyes es algo normal, es la normalidad política que convive con la normalidad jurídica. La diferencia está en que la normalidad jurídica es obligatoria y si no se la cumple se incurre en responsabilidades. Lo que hacen el presidente y el Congreso es un acto de simulación (el uno, haciendo que informa, cuando sólo se hace el tonto divagando sobre las bondades ficticias de su gobierno; el otro, haciendo como que queda informado y no más). Lo menos que se puede esperar, además, es que el Informe presidencial sea una autoevaluación de lo que se hizo y sea una exposición dialéctica de ello, vale decir, que se diga lo que se propuso y cómo lo cumplió y, a la vez, señale aquellos rubros en los que no pudo cumplir sus propuestas de gobierno. Se trata del mayor ejemplo de eso que en la doctrina constitucional de la división de poderes se ha dado cada vez más en llamar rendición de cuentas. Debería ser el acto más honesto que se pueda concebir en la política; pero, por lo que puede verse, es imposible que sea eso, por lo menos aproximadamente. De todos lados se cae de inmediato en el engaño y todos quedan muy contentos simulando su parte. En este punto, la Constitución siempre ha sido muy confusa. En el texto original de 1917, en su artículo 65, se establecía que el inicio de las sesiones del Congreso sería el primero de septiembre. En el 69, que el presidente asistiría y presentaría un Informe
sobre el estado general que guarde la administración pública del país; pero deja entrever que, además, expondría las causas de la convocatoria, cosa innecesaria, pues el Congreso debe reunirse porque así lo impone la Carta Magna. La única excepción al respecto la estipulaba el artículo 67 en el caso de reuniones extraordinarias para tratar asuntos extraordinarios. En las reformas que la Constitución experimentó después sólo la Comisión Permanente podía convocar a reuniones extraordinarias del Congreso general o de una sola de sus cámaras. En este caso el presidente deberá solicitar de ella que lo haga. La idea de que el titular del Ejecutivo debe informar sobre el estado de la administración pública del país ha permanecido. Hoy el 69 dice
que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país. Hasta muy recientemente el presidente debía asistir a la sesión del Congreso general para hacer entrega de su Informe. Nunca se dijo que debía tener escuchándolo hasta cuatro o cinco horas para rendir de viva voz su Informe. Hasta el 15 de agosto de 2008 se mantuvo en pie el requisito de que el presidente debía asistir a la sesión del Congreso general a presentar su Informe. Tal vez vistas las desagradables experiencias de Fox con su último Informe, el artículo finalmente se reformó en esa fecha para imponer que únicamente presentará un Informe por escrito. Los panistas y los priístas (los chuchos incluidos) decidieron que el titular del Ejecutivo no debía ya
exponersea los desaires de legisladores rejegos y provocadores y bastaba con que entregara su Informe por escrito sin tener que asistir a la sesión del Congreso general. Con ello, una institución netamente republicana y democrática como es la de la rendición de cuentas y, además, su debate por parte del Congreso terminaron naufragando. Ahora los priístas quieren llevar de nuevo al presidente a ese acto y, además, que escuche los pronunciamientos de los grupos parlamentarios. Debieron haberlo pensado antes y, aprovechando su amplia representación en las cámaras, hacer de nuevo las debidas reformas a la Constitución. El gobierno panista tiene razón: no tienen por qué exponer a su presidente si la Carta Magna dice que basta con que presente un Informe por escrito y ni siquiera se requiere de su presencia. El resultado de todo lo descrito es que ya a nadie interesa para nada el dichoso Informe de gobierno si es que alguna vez sucedió. En el pasado fue sólo lucimiento del titular del Ejecutivo. Ahora es sólo basura que se nos sirve a través de espots televisivos de manera desparpajada y en cápsulas insulsas. La indigna pantomima en que se ha convertido la institución republicana del Informe presidencial, primero, con los priístas endiosando a su presidente, y luego, los panistas que nunca lograron entender de qué se trataba, nos ha hecho experimentar otro empujón hacia la más deleznable arbitrariedad y la más completa impunidad en el ejercicio del poder. La derecha jamás se ha medido en sus arranques autoritarios y en su desprecio por las instituciones. Lo que hemos podido observar con Calderón en ocasión de su cuarto Informe de gobierno rebasa todos los límites de la desvergüenza. Como han señalado varios expertos, el panista no dijo nada que no hubiera dicho antes, sea en el tema de la seguridad sea en el de la economía sea en el de la justicia social. Si todavía les queda por lo menos una brizna de vocación republicana a nuestros legisladores (en lugar de andarse peleando por miserables puestos de dirección en las cámaras), deberían pensar con urgencia en hacer una nueva reforma a la Carta Magna para restaurar en todo su significado la institución del Informe del Ejecutivo al Congreso, haciendo obligada no sólo la presencia de su titular, sino también su participación personal en el debate del Informe con los representantes de la nación.
A Germán Dehesa, in memoriam.
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