jueves, 26 de enero de 2012

NUESTRA (IN)CIVILIDAD POLÍTICA

MIGUEL CARBONELL

El martes el presidente Barack Obama pronunció su discurso sobre el estado de la nación.
Al llegar a la sede del poder legislativo de Estados Unidos fue recibido por todos los congresistas de pie, los cuales le aplaudieron durante ocho minutos, mientras llegaba al estrado y comenzaba con su alocución. A lo largo de la siguiente hora fue interrumpido una y otra vez con más aplausos, con todo el Capitolio puesto de pie en repetidas ocasiones frente a su presidente.
Ante esas escenas fue inevitable pensar en el Congreso mexicano y en el hecho de que el presidente Calderón no ha vuelto a San Lázaro desde su toma de posesión, durante la cual vimos escenas dantescas de asaltos a la tribuna, golpes entre legisladores, empujones, rechiflas y un comportamiento común de una cantina, pero no muy constructivo en la sede de la representación nacional.
Seguro habrá quien piense que el desencuentro entre Calderón y el Congreso viene de lo ajustado del resultado electoral y la sombra de fraude que sobrevuela el imaginario nacional desde 2006. Puede ser, pero no es excusa. George W. Bush ganó (contra Al Gore) por un margen muy estrecho y de forma más que cuestionable (la Suprema Corte detuvo el recuento de votos en Florida, estado determinante en la victoria de Bush) y sin embargo siempre fue recibido con todos los honores al rendir su informe anual al Congreso.
Lo que pasa en México es que vivimos en un preocupante nivel de incivilidad política. Aún no entendemos que la sustancia del sistema democrático lo constituyen los acuerdos y que para ello se necesitan escenarios de diálogo y debate, de preferencia que sean de cara a la sociedad y no en lo oscurito.
La necedad de unos y otros (no hay partido que se libre de responsabilidad) ha puesto al país ante una situación muy peligrosa: estamos frente a un escenario de parálisis política que amenaza con hipotecar durante décadas el desarrollo del país. Muchos países están avanzando a mil por hora en las reformas que deben hacerse, mientras México sigue atorado en discutir temas que llevan sobre la mesa décadas (reforma del Estado, fiscal, laboral, por mencionar tres ejemplos evidentes).
Nuestra falta de civilidad política se refleja también en las dudas y limitaciones que nos hemos puesto para celebrar debates. Durante las campañas presidenciales pensamos que somos muy modernos y deliberativos porque se hacen dos o tres debates entre candidatos. En Estados Unidos los candidatos debaten docenas de veces, tanto en la elección interna de su partido como en la constitucional.
El formato para debatir en México es mecánico y rígido, lo que convierte a esos ejercicios en una cosa sumamente aburrida, durante la que se van sumando monólogos de los participantes. Los ciudadanos rara vez aprenden algo nuevo en un debate, aunque a veces sirven para exhibir con posterioridad a candidatos que hicieron muchas promesas y luego no cumplieron ninguna de ellas ya siendo presidentes, por ejemplo.
Los problemas de nuestra democracia no se arreglarán con más encono y con menos debate. Al contrario. Necesitamos ponernos de acuerdo entre todos para sacar adelante al país. No importa quién sea el próximo presidente, si no es capaz de convocar al resto de partidos y a los grupos sociales relevantes a un amplio diálogo nacional estaremos condenados a seis años más de parálisis. Sólo a través de una visión común en temas como educación, salud, seguridad, impuestos y empleo, podremos remontar el enorme rezago frente a otros países. Pero para lograrlo hace falta una cosa que hoy no tenemos: civilidad política y ganas de hablar hasta llegar a acuerdos. O sea, hace falta ser demócratas de verdad y no simplemente en discursos.

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