CIRO MURAYAMA RENDÓN
No es un asunto menor el que el jefe del Estado mexicano decida canalizar recursos de la nación para financiar a la educación superior privada. Con esa decisión, claro está, se distraen montos de las arcas públicas que bien pudieran destinarse a becas para alumnos de bajos ingresos —si se tratase de ayudar a la economía de las familias— o a las instituciones de educación superior públicas que no dejan de enfrentar importantes restricciones presupuestales para, por ejemplo, invertir en infraestructura y renovar sus plantas académicas.
Pero la afectación no sólo es por la distracción de recursos, sino por el hecho de que desde la máxima responsabilidad pública del país se legitime y se impulse la educación superior privada en detrimento de la pública. En las últimas décadas fue tomando carta de naturalidad que ciertas élites económicas identificaran educación privada con calidad (lo cual no es siempre ni rigurosamente cierto), que enviaran a sus hijos al circuito de la preparación particular y que dieran prioridad a la contratación de profesionistas egresados de escuelas privadas. Más tarde el propio sector público demandó cada vez más a técnicos provenientes de institutos privados, sobre todo en los cargos de alta remuneración, y ahora en el extremo desde el Ejecutivo federal se inyectan recursos a las universidades particulares.
La apuesta política y cultural del gobierno federal, que ahora tiene concreción en apoyo económico, por la educación superior privada tiene implicaciones de índole social, fomentando la mercantilización y exclusión educativa, pero también sobre el desarrollo científico y tecnológico del país. Aquí, las universidades particulares viven básicamente del cobro de colegiaturas, no de las donaciones de empresas y fundaciones, como ocurre en Estados Unidos. De lo anterior que en el sector privado de la educación superior en México no se realice investigación básica y que sus actividades se vean circunscritas a la lógica de la rentabilidad: no se ofrecen carreras con baja demanda estudiantil (física o biología) o alto costo (aquellas donde hay que hacer inversiones cuantiosas en laboratorios y materiales), ni se promueve la investigación que no tenga como fin arrojar altas tasas de retorno en el corto plazo.
En el estrecho segmento de alta calidad que existe en la educación superior privada en México el objetivo es la formación y reproducción de élites, no la movilidad social o el desarrollo científico. En el archipiélago mayoritario de “universidades” privadas de baja calidad no hay otro fin que hacer negocio con las necesidades de educación de los jóvenes que no encuentran espacio en el sector público y cuyos padres no pueden costear las colegiaturas de los centros reservados para la élite. En el mejor de los casos la universidad privada es una apuesta individual o de grupo por el éxito, no un compromiso con el progreso colectivo.
Con las características que tiene la educación superior privada en México, su expansión en detrimento de las universidades públicas significará menos posibilidades de acercarnos a los indicadores de los países desarrollados referidos al número de científicos por habitante (en México hay un astrónomo por cada medio millón de personas, cuando en España hay uno por cada 80 mil y en Estados Unidos uno por cada 50 mil), y más lejos estaremos de ser una nación con capacidad de participar con productos de alto valor agregado (por el componente de ciencia y tecnología) en los mercados internacionales, por lo que nos reafirmaríamos como un país importador neto de tecnología y exportador de productos primarios y maquila.
No puede pasarse por alto que el anuncio se hace en pleno proceso electoral. Con unas clases medias y altas —base tradicional del PAN— castigadas e irritadas por el pobre desempeño económico y la inseguridad sin freno, el gobierno quiere congraciarse con los valores elitistas de su electorado potencial. Bien visto, puro populismo de derecha.
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