ANA LAURA MAGALONI
¿Por qué en México la calidad de la justicia no importa en absoluto? Mientras en Estados Unidos, Colombia o Chile, por señalar algunos ejemplos, organizaciones civiles, centros de estudios, escuelas de derecho y expertos discuten las metodologías apropiadas para generar evidencia sólida que permita tener acusaciones creíbles y juicios justos, en México seguimos hablando de tasas de impunidad y sentencias condenatorias. No parece importar mucho si las pruebas son claras y contundentes, tampoco parece relevante si el Ministerio Público (MP) plantea una historia creíble del caso, mucho menos si el acusado fue o no fue quien cometió el delito. Lo único realmente relevante es que haya más personas en prisión, para simular o creer que disminuye la tasa de impunidad y con ello todos estamos más seguros. Los miles de inocentes encarcelados no son un asunto que nos quite el sueño. Ello hace que tampoco les importen a jueces ni a ministerios públicos. En México, no hay una brújula axiológica ni principios básicos compartidos cuando se trata de la justicia penal.
El caso de Sergio Dorantes, acusado en el Distrito Federal del homicidio de su esposa, es quizá uno de los mejores ejemplos de cómo, en la persecución criminal mexicana, vale todo hasta el absurdo. Como muchos otros acusados en nuestro país, la evidencia en su contra es principalmente un testimonio. En este caso fue el de Luis Eduardo Sánchez. Este testigo declaró un mes después de sucedidos los hechos. Ello no es un dato menor. Según los miles de estudios empíricos sobre la mecánica y la psicología de la identificación de presuntos responsables a partir de testigos, el tiempo transcurrido entre los hechos y el testimonio es una variable muy relevante para evaluar su veracidad. En cualquier parte del mundo con un sistema de justicia que funcione medianamente bien, el juez sospecharía de la veracidad de un testimonio que se produce un mes después. Sin embargo, ello no forma parte del DNA de nuestros jueces.
Otra variable elemental para determinar el valor probatorio de un testimonio es el sentido común y la lógica de lo que se sostiene. Según la averiguación previa, el señor Sánchez, un día como cualquier otro, sin más, decide presentarse voluntariamente a declarar en la agencia del MP donde se investigaba el homicidio de Alejandra Dehesa, esposa de Dorantes. ¿Cómo supo cuál de las miles de agencias del MP era la indicada? ¿Por qué se presentó? No importa. El caso es que en su primera declaración señala que el día del homicidio él se encontraba caminando en Coyoacán y de repente vio salir de una casa -que es en donde sucedió el homicidio- a un hombre, que chocó con él y se notaba que estaba alterado. Después vio que se metió en un coche rojo. El hombre era Sergio Dorantes. ¿Cuánto tiempo pudo haber visto el rostro de Sergio Dorantes? ¿Tres o cuatro segundos? ¿Quién recordaría el rostro de una persona en esa situación? Es increíblemente débil este testimonio. Pues a pesar de ello, este testimonio ha mantenido a Dorantes más de ocho años en prisión.
La historia no termina ahí. Luis Eduardo Sánchez vuelve a declarar unos meses después y señala que en realidad la agente del MP, María del Rocío García, lo buscó porque él era amigo de su hermano. Le dijo que necesitaba un testigo para un caso que estaba "investigando". A cambio de mil pesos, le pide que declare lo antes señalado. La retractación de su primera declaración hace que la Procuraduría capitalina lo persiga por falsedad en declaración. Sin embargo, la declaración que se estima "falsa" es la segunda y no la primera. Así de absurda y caricaturesca puede ser la justicia penal mexicana. En 2008, Luis Eduardo Sánchez fue procesado por falsedad en declaración y sentenciado a seis años. Para hacer la historia aún más tortuosa, lo encarcelan en el mismo reclusorio que a Dorantes.
¿A quién le importa la calidad de la evidencia en el juicio de Dorantes? En la estadística de la Procuraduría capitalina el homicidio de Alejandra Dehesa no quedó impune, pues hubo una consignación con detenido. Ello es lo que cuenta para medir el buen desempeño del MP y para que los ciudadanos creamos que estamos más seguros.
Nuestra obsesión colectiva con la impunidad tiene que tener contrapesos. Debería importar también la justicia. Así como nos indigna que los que secuestran o matan estén en la calle, también nos debería indignar, comenzando por las propias víctimas de delitos, tener un sistema de persecución criminal que no ofrece pruebas, razones ni argumentos para tener una mediana certeza de que quien es sentenciado por un delito es altamente probable que sea el responsable. La demanda popular, por más consignaciones y más sentencias condenatorias, sin un sistema de justicia digno de ese nombre, nos aleja del país que soñamos. México necesita justicia y no venganza para volverse a pegar.
Sergio Dorantes, a diferencia de la mayoría de los acusados que enfrentan juicios absurdos, tiene la fortuna de contar con la defensa de uno de los mejores abogados penalistas del país, Alonso Aguilar Zinser, quien decidió llevar el caso pro bono. Hoy ambos están en espera de la sentencia del juez de primera instancia. ¿Tendrá el juez el poder para ir en contra de los designios del MP? ¿Podrá su sentencia hacerse cargo del absurdo y el sin sentido de la acusación? Yo espero, de verdad, que en el caso de Sergio Dorantes se haga justicia a secas y que pronto recupere su libertad.
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