lunes, 2 de enero de 2012

NUEVA CONSTITUCIÓN Y CAMBIO DE RÉGIMEN

JAVIER CORRAL JURADO

Con la llegada del 2012, el ambiente político y social de México se colmará de la contienda electoral por la Presidencia de la República y por las cámaras del Congreso Federal, y esa disputa, lo abarcará casi todo. Sería deseable que un momento tan importante, y tan abarcador, como el que vamos a protagonizar, tuviera realmente como base una profunda reflexión sobre la realidad mexicana que sea capaz de reconocer los avances en el cambio democrático e identificar con sinceridad los pendientes y retos que este sistema presenta para hacer más funcional, eficaz y productiva a la democracia.
La democracia mexicana se ha confirmado ya, en los últimos 15 años, como la vía que los mexicanos, sus partidos, corrientes, intereses, visiones y pulsiones han elegido para organizar su coexistencia y para competir por los cargos y las responsabilidades del poder público. Es un triunfo de carácter histórico, pues nunca antes, en ningún otro momento de la historia nacional, habíamos podido establecer las condiciones materiales, las leyes y las instituciones que nos permiten vivir y desarrollarnos en esta enorme conquista de nuestra civilización.
Un contexto de amplias libertades: de pensamiento, expresión, manifestación y organización; partidos políticos nacionales bien arraigados; elecciones libres; leyes que propician la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos; instituciones electorales abiertas, transparentes y confiables; una opinión pública actuante e inquisitiva; una sociedad civil alerta y activa; un reconocimiento internacional a toda esta construcción histórica son, todas, las condiciones fundamentales que faltaron en otras épocas para poder erigir esa convivencia democrática que es preciso ensanchar y defender.
Sin embargo, nada nos advierte que se podrá realizar ese diagnóstico con cierta objetividad y mucho menos una reflexión serena que trascienda el lucro político, porque los ingredientes de la confrontación electoral - descalificación, distorsión y magnificación -, son más apetecibles al modelo de comunicación que practica la mayoría de nuestros medios, con lo que poco se contribuye a un debate serio sobre nuestros problemas y menos se logra construir una cultura política informada. Pero más allá de esa imposiblidad, los que ahora participamos en procesos eleccionarios para postularnos como candidatos a un cargo público - como en mi caso lo hago para el Senado de la República -, estamos obligados a darle un contenido y un sentido programático a la búsqueda del voto.
Estoy convencido de que México debe entrar en este 2012 a una nueva etapa de su historia, porque el momento será auténticamente crucial para la redefinición de varios objetivos nacionales, políticas públicas e instituciones. Me atrevo a plantear, más allá de la competencia electoral y sus resultados de julio próximo, que ha llegado la hora de cambiar de régimen político y elaborar una nueva Constitución. Sólo así podremos aprovechar el gran fruto de nuestra democracia que es la pluralidad y saldar la enorme deuda social en términos de reparto efectivo en los salarios, el empleo y el ingreso.
En la política y en la economía nuestro país presenta un estancamiento estructural. Varios son los factores que nos han impedido tener un crecimiento mayor al que merece nuestra economía y que han retrasado la consolidación de un Estado democrático de derecho, con un auténtico sistema de rendición de cuentas. Diversas reformas legislativas y constitucionales que podrían darle al país un despegue trascendental en estas dos vertientes en el ámbito internacional, están frenadas porque nuestra pluralidad no tiene incentivos para el acuerdo, ni mecanismos de compensación institucional para la colaboración, y casi todo pasa por el cálculo electoral, antes que por una perspectiva de largo alcance en el mejor interés del país. Nuestro actual diseño constitucional está agotado, el régimen político presidencial ya no da para más, y por eso la clase política está más que desfasada con relación a los anhelos sociales de calidad de vida. Funcionamos en un modelo que se ha vuelto ineficaz y por lo tanto, decepciona sobre la utilidad misma de la democracia.
El Presidente o la Presidenta que llegue en este año a ejercer el poder en la República, no podrá enfrentar los retos de México basados en la idea de gobernar en solitario o sólo con el apoyo de su partido; la idea patrimonialista del poder no podrá instalarse más en nuestra realidad diversa, porque entonces los problemas no se pudrirán con el tiempo, se harán más grandes. Quien llegue, necesitará del apoyo popular, y para ello, de conformar un gobierno que refleje la pluralidad que se instaló definitivamente en nuestra Nación. Necesitamos construir una nueva forma de hacer política y de ejercer el poder político. Propongo cambiar de régimen, y mutar hacia el parlamentarismo.
Precisamente porque la competencia democrática empujó nuevos y más complejos fenómenos para los que la política y la elaboración política del país no estaban suficientemente preparados. La llegada de la pluralidad, un valor cardinalmente democrático, no solo se convirtió en un fenómeno reconocible a simple vista y que recorre toda la sociedad mexicana, sino que además, esa pluralidad “colonizó al Estado” y obtuvo asiento en todas las instituciones y organismos del Estado, especialmente en el Congreso de la Unión.
Antes de 1997, habían ocurrido y estaban ocurriendo un buen número de novedades que modificaban todos los días y de un modo duradero, nuestra realidad estatal: la Cámara de Diputados acababa de trascender la mayoría del partido del Presidente y por primera vez, una suma de partidos forjaba una alianza mayor por sobre la bancada del Revolucionario Institucional.
En aquellos años sumaban ya diez Congresos locales que habían equilibrado la representación y cuya mayoría no respondía al gobernador en turno. Los municipios –entre ellos los más importantes del país- ya eran un archipiélago plural ocupado por las combinaciones mas disímbolas. La Ciudad de México había sido ganada en elecciones legítimas por el principal partido de la izquierda y casi todas las metrópolis –de Jalisco a Monterrey y de Tijuana a Mérida, pasando por Veracruz o por Torreón- también habían mutado de partido gobernante y en la variedad y composición de sus cabildos.
A partir del año 2000, la alternancia no sólo implicó la remoción pacífica del poder presidencial luego de 70 años de gobiernos de un mismo partido, sino que a la vez, el propio poder presidencial fue más débil y acotado. El Ejecutivo antecesor, el Presidente Zedillo, pudo contar con una mayoría en el Senado los últimos tres años de su gobierno, el Presidente Fox en cambio, no tuvo esa condición, y lo que es más, no tuvo nunca a ninguna de las dos Cámaras con mayoría propia. Y por si fuera poco, Fox empezó su gobierno frente a una veintena de gobernadores que no eran de su partido.
La Presidencia, el ejercicio del poder presidencial debía cambiar, y debía hacerlo rápido, porque el ecosistema que le rodeaba se ramificaba y se complicaba. Formal y constitucionalmente era la misma construcción, pero realmente había menguado en su papel y en sus capacidades. Así, al menos desde 1997, los Presidentes mexicanos deben hacer grandes esfuerzos para aprobar cada presupuesto anual, para sacar adelante esta o aquella iniciativa puntual, para conseguir alguna reforma importante.
Conforme el pluralismo ha tomado sus asientos, el Congreso dejó de ser el acompañante de primera instancia del gobierno federal y se convirtió en su primera y más importante complicación. De modo que la alternancia pudo haber sido el episodio más espectacular y más acariciado por políticos, partidos y estudiosos, pero a la larga, no fue el más decisivo.
Visto así, con perspectiva histórica, el hecho principal de nuestra transición democrática fue la dispersión efectiva del poder del Estado y por lo tanto, la creciente dificultad para poder gobernar.
En gran parte, la salida del autoritarismo consistió precisamente en esto: acotar al Presidente reivindicando la centralidad constitucional del legislativo. En 1991, el Presidente Salinas disfrutó el último Congreso acompañante pues tenía el 64 por ciento de los diputados. Desde entonces, la realidad, la matemática del Legislativo (por no hablar de los gobernadores y otros poderes constitucionales) no ha hecho sino limitar y complicar las capacidades presidenciales. En 1997 el Presidente Zedillo solo contaba con un 47.6 por ciento de los diputados, pero ya con el PAN en Los Pinos, el vuelco fue dramático: el Presidente Fox no tuvo en la Cámara de Diputados ni siquiera mayoría relativa, pues la bancada más grande, el 41 por ciento, pertenecía al PRI. La tendencia siguió profundizándose hasta llegar al segundo tramo del sexenio del Presidente Felipe Calderón, con el Congreso mas adverso para un Presidente del que se tenga memoria: la fracción parlamentaria mas numerosa en Diputados le pertenece al Revolucionario Institucional con una cuasimayoría del 48 por ciento.
Mención aparte, las 23 gubernaturas, la independencia del Poder Judicial, los órganos autónomos, ciudades y municipalidades clave que están bajo el mandato de partidos distintos y a menudo, enfrentados.
Es esto, lo que ha cambiado duraderamente a la política de México durante los últimos 15 años y la tendencia que probablemente se confirmará en las siguiente década. De ahí que sea necesario avanzar hacia el régimen parlamentario, el sistema político que concilia esa pluralidad en unidad de esfuerzos de gobierno.
Varios legisladores de casi todos los partidos, ya hemos planteado un paso inicial en esta ruta que constituye la iniciativa de reforma constitucional para incorporar la figura de los gobiernos de coalición y que de manera detallada expliqué en este mismo espacio semanas atrás. Se trata, como es evidente, de una tarea de largo aliento que requiere de esfuerzos y compromisos sostenidos y que no puede reducirse a modificaciones legales puntuales.
El parlamentarismo requiere de la formación de coaliciones y mayorías capaces de trascender intereses puramente electorales y de coyuntura, pero no de mayorías al servicio del presidente en turno, sino de verdaderos gobiernos de coalición sustentados en acuerdos públicos y transparentes y en proyectos de largo plazo. Y requiere, por supuesto y de manera definitiva, de la mayor proeza política que se le puede pedir al sistema de partidos: compartir el poder.

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