JOSÉ WOLDENBERG
Da la impresión de que en materia de elecciones empezamos a perder el sentido común, la brújula, la necesaria sensatez. Van algunos ejemplos: tenemos en marcha precampañas de candidatos en radio y televisión cuyos mensajes solamente son para los afiliados y simpatizantes de un partido, como si eso fuera posible y deseable; una sala regional del Tribunal Electoral anula una elección, entre otras causas, porque un boxeador ostentó en su calzoncillo el logotipo de un partido, y hace una larga y densa elaboración sobre cómo ello pudo haber influido en el ánimo de los votantes; se discute si es legal que los debates de los precandidatos se puedan trasmitir por radio y televisión; los funcionarios públicos no pueden externar sus simpatías o antipatías por los diversos partidos y candidatos porque pueden ser sancionados. Un galimatías. Por ello debemos volver a lo básico. Recordemos:
En las elecciones federales de 1988 las condiciones de la competencia fueron abismalmente desiguales y los votos no se contaron con pulcritud. En 1994 los votos se contaron bien, pero las condiciones de la competencia volvieron a ser inequitativas. Por ello la reforma de 1996 puso el acento en tratar de construir un terreno de juego equilibrado. Y para alcanzar ese objetivo los legisladores -de todos los partidos- tomaron dos palancas muy poderosas: el dinero y el acceso a los medios de comunicación. Se multiplicó el financiamiento público a los partidos, se distribuyó de manera más equilibrada y además se dotó al IFE de mayores capacidades fiscalizadoras. Por otro lado, se multiplicó el tiempo oficial para los partidos en radio y televisión; con su financiamiento incrementado pudieron comprar como nunca antes espacio en esos mismos medios, e incluso se creó un contexto de exigencia a los noticieros estableciendo que el IFE entregaría a la CIRT unos lineamientos antes de cada campaña y que el mismo Instituto haría un seguimiento del comportamiento de los noticieros. De ninguna de esas dos medidas se derivaban sanciones, pero servían para acicatear un comportamiento más equilibrado de los medios. Los resultados se vieron de inmediato: a partir de 1997 las elecciones federales han sido más o menos equitativas.
Sin embargo, ese "modelo" tuvo una derivación que a (casi) nadie parecía gustar: se daba una transferencia de recursos económicos enorme de la Tesorería de la Federación a los grandes concesionarios de la televisión y la radio, teniendo como intermediarios a los partidos. Y por ello en el 2007 se prohibió la compra de espacios en esos medios, estableciéndose que el acceso de partidos y candidatos sería a través de los tiempos oficiales.
En paralelo se instituyó que los funcionarios públicos no podrían utilizar los recursos que tenían encomendados para apoyar a alguna de las campañas. Era lógico. No se debían desviar recursos financieros, materiales o "humanos" para apuntalar a un partido. Eso era y es un delito y debía castigarse. Hasta ahí creo que es relativamente sencillo explicar el objetivo (crear un espacio para la competencia equilibrada) y los instrumentos para alcanzarlo (los antes enunciados) resultaron eficientes.
No obstante, parece que buscando lo "óptimo" se puede echar por la borda lo bueno. Por la vía de la hiper reglamentación llegamos a una serie de absurdos. Un embrollo donde se olvida que el objetivo era lograr el máximo de equidad posible (no de igualdad), con el máximo de libertad para hacer política. Lo que se buscaba era un basamento que hiciera que la competencia electoral fuera eso: una auténtica competencia, pero a nadie se le ocurría pensar que la sociedad podía ser convertida en un laboratorio en el que todas las variables estarían bajo control. Se trataba de un marco general sólido no de un corsé, no de construir un laberinto intransitable.
Por ello hay que volver a lo elemental, a lo fundamental. Y lo básico es el tema del dinero y los medios. El resto debemos dejar que se despliegue sin cortapisas. Los partidos deben elegir a sus candidatos cuando quieran y como quieran, siempre y cuando no violen sus estatutos. Los debates deben fomentarse y difundirse al máximo y en ello juegan un papel fundamental los medios (claro, mientras estos últimos no vendan el tiempo y el espacio). Los funcionarios de todos los niveles, desde el Presidente hasta el más modesto empleado público, pueden opinar de lo que quieran, por supuesto sin desviar los recursos que tienen encomendados. Los tribunales no deben dar rienda suelta a la tontería de que puede medirse con exactitud el impacto que una acción ilegal tiene sobre los emisores de votos, porque esa constelación amorfa y cambiante a la que llamamos electorado está sujeta a múltiples influencias que no pueden ser aisladas. Ahora bien, cuando se detecta una acción ilegal debe ser sancionada, recordando que los actos y las etapas del proceso electoral son definitivos.
Una vez que se construye un basamento de equidad, el resto debe pertenecer al reino de la libertad.
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