jueves, 12 de enero de 2012

LOS ESPEJISMOS DEL VOTO NULO

JULIO JUÁREZ GÁMIZ

Mucho ruido hizo en 2009 la convocatoria de un puñado de organizaciones civiles para anular el voto. Los resultados de la elección federal realizada aquel año ubicaron a los votos nulos, con un total de 1,867,729 votos, por encima de los votos obtenidos por separado por cuatro partidos políticos financiados millonariamente gracias a nuestros impuestos (PSD, PT, Nueva Alianza y Convergencia). La ‘quinta fuerza electoral’, como algunos medios bautizaron a esta iniciativa ciudadana, habría mandado su mensaje de rechazo a la clase política mexicana. Qué pasó después. Realmente nada. La esperanza marchita que no paso de ser eso, una iniciativa con fecha de caducidad.
En comparación a elecciones anteriores, es innegable que la campaña para anular el voto en 2009 tuvo algo que ver en el aumento de votos anulados. En 2006 la cifra alcanzó el millón de anulaciones y en la elección federal intermedia anterior, con la que sería más justo hacer la comparación, tratándose ambas de elecciones sin candidatos presidenciales, los votos nulos registraron poco menos de 900 mil.
Entiendo las razones por las que colegas y amigos han impulsado la idea de que anular el voto es la mejor manera de castigar a la clase política mexicana, representada formalmente en los partidos políticos (la partidocracia). Sin embargo, me rehúso a pensar que esta sea la mejor manera de llamar a cuentas a los partidos políticos y, eventualmente, generar un cambio de fondo en la estructura del Estado representativo que administra y distribuye el poder político en México. Hasta la hoy fracasada reforma política tuvo que pasar por el filtro, y respectivo boicot, de distintos grupos políticos representados en las Cámaras del Congreso.
Soprende y decepciona que en las últimas elecciones presidenciales hayamos pasado del voto útil al voto nulo. De aquel que en el año 2000 anteponía el cambio de régimen a la aritmética lineal de la izquierda y la derecha. Un voto por Cuauhtémoc Cárdenas, entonces candidatote la izquierda, equivalía a mandar a tiempos extras la salida del PRI de los Pinos. Un sexenio más sin alternancia. El llamado panista fue, al menos electoralmente, exitoso. Logro atraer los votos suficientes para que, en su momento, Vicente Fox ocupara la presidencia de la República.
Muy cierto que hoy es tan válido cuestionar la utilidad de anular el voto como la de votar por cualquier partido político. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es, creo yo, qué vía adoptar para expresar nuestra indignación y buscar incidir en el estado actual de las cosas.
Mientras no seamos capaces como ciudadanía de organizar nuestras inquietudes y demandas frente a las instituciones del Estado, diseñadas y gobernadas por los partidos políticos, me temo que lo mismo valdrá un voto nulo que uno destinado al ‘menos malo’ de los candidatos. Es cierto, y hay que decirlo también, que hoy se ha hecho políticamente incorrecto reconocer que, a final de cuentas, la delegación de responsabilidades tiene su mayor ganancia cuando, como ciudadanos, renunciamos a cumplir la parte que nos toca. Decir que los políticos y sus partidos (o los medios de comunicación o los gringos o Hugo Chávez o el Espíritu Santo) tienen la culpa de todo, trae de regreso la falsa idea de que uno no tiene la culpa de nada. Entre más poder tengan los poderes fácticos menos poder tendremos los ciudadanos. Entre más corrupta sea la clase política menos votos debemos darles.
El voto nulo se ha convertido en un punto negro en la arena electoral, estorboso y disonante a la vista de especialistas, académicos y ciudadanos. Una piedrita en el zapato que, en mi impresión, a quien menos incomoda es a quien originalmente busca ‘castigar’: a los políticos que supuestamente representan nuestros intereses.
Más que hacer un llamado en contra del voto nulo -la simple idea de llamar a no anular el voto constituye un doble negativo que, en un sentido lógico, termina siendo un positivo, es decir, vote usted por alguien, quien sea- mi punto es que el voto nulo, así como el voto hacia un candidato o partido específico, no sirven de mucho sin un seguimiento a nuestros representantes populares. Si todo termina el mismo domingo que empezó entonces de poco habrá servido el esfuerzo. Al final de cuentas quienes fueron electos rendirán protesta, asumirán sus cargos y se irán como llegaron, en silencio y sin mecanismos ciudadanos que les exijan explicar y justificar las decisiones que tomaron o boicotearon durante su desempeño al frente de un cargo público.
Si seguimos pensando que la participación electoral termina el día de la elección conservaremos una democracia de destellos más que de alumbramiento. Implica más trabajo y una buena dosis de coraje pero, al final del día, es mucho más gratificante que dejar hacer tanto a los votados como a los no votados hasta la próxima elección.

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