LORENZO CÓRDOVA VIANELLO
El miércoles pasado el Consejo General del IFE acordó crear una comisión temporal para que se aboque a proponer las bases y lineamientos de organización de los debates entre candidatos de los partidos políticos, tanto de aquellos cuya coordinación la propia ley electoral establece como mandato del órgano electoral (el artículo 70 determina que se realizarán dos debates entre los candidatos presidenciales cuya coordinación corresponde al IFE), como eventualmente de los adicionales que convengan los partidos políticos. La discusión que arropó la adopción del acuerdo fue rica y clara en el sentido de que los debates electorales en México no sólo no están prohibidos, sino que son fundamentales en los contextos democráticos.
Adicionalmente, el día anterior el mismo IFE emitió un comunicado de prensa en el que aclaró que “ni la Constitución ni la ley electoral prohíben, en modo alguno, la realización de debates” y, en consecuencia, “pueden y deben celebrarse los debates que los medios de comunicación consideren pertinentes y oportunos, para los cargos, el nivel, las precandidaturas y las candidaturas que sean necesarios”.
Me parece que ambos documentos constituyen un mensaje claro e indubitable de parte de esa autoridad electoral en torno a la posibilidad de que ocurran debates electorales. Para decirlo de manera enfática y taxativa: los debates, todos los debates, proceden y son, no sólo útiles y pertinentes, sino consustanciales al funcionamiento de la democracia, siempre y cuando no se contravenga la taxativa prohibición establecida por la Constitución consistente en la compra absoluta de espacios con fines de propaganda política en radio y televisión.
Las últimas semanas se había generado un enrarecido y confuso ambiente público en relación con la posibilidad de que se realizaran en espacios noticiosos debates entre precandidatos y aspirantes a diversos cargos de elección popular. A ello contribuyeron lecturas equivocadas de la Constitución y la ley, así como de alguna resolución de las autoridades electorales.
Sin prejuzgar las dudas legítimas que pudieron haberse generado en estos días, no debe perderse de vista que la reforma electoral de 2007-2008 -concretamente el modelo de comunicación política que ésta introdujo, el cual se centra en la prohibición de compra de publicidad electoral por parte de partidos y particulares y en el uso de tiempos del Estado para transmitir mensajes de los partidos- ha resultado incómoda e irritante para los grandes intereses que prevalecen en la industria de la radio y la televisión.
Desde su nacimiento, y no es ningún secreto, la reforma ha sido el blanco de una descalificación sistemática y no se han escatimado esfuerzos para presentarla como un impracticable amasijo de sinsentidos y peligrosos riesgos para las libertades democráticas, en primer término la de expresión.
No obstante, la viabilidad del modelo ha sido demostrada con creces en más de 50 elecciones locales y una federal. A lo largo de cuatro años los mecanismos, reglas de operación y la práctica del modelo se han ido perfeccionando y sofisticando.
Ello no ha sido fácil y no ha sido un proceso exento de sobreinterpretaciones o de lecturas en ocasiones confusas por parte de las autoridades electorales, pero la eficaz instrumentación del modelo y el respeto de las libertades y derechos constitucionales han estado garantizadas. Tomar en cuenta lo anterior es importante para poder contextualizar la serie de dudas y las confusiones que han surgido en torno al tema de los posibles debates. No debemos perder de vista que hay quienes lucran de episodios como éste, y son aquéllos que apuestan por una contrarreforma que revoque un modelo de comunicación que a varios resulta incómodo.
Los momentos de incertidumbre requieren de pronunciamientos expresos y francos de las autoridades electorales, el IFE -a pesar de que tal vez hubiera debido tener un más ágil sentido de la oportunidad-, me parece que ha mandado esta semana un mensaje indubitable.
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