JOSÉ WOLDENBERG
El automóvil fue un gran invento y es hoy expresión de modernidad. Aceleró el transporte, multiplicó los grados de libertad de las personas, fortaleció el individualismo. Intentar erradicarlo sería una tontería. Pero su propio éxito, su multiplicación acelerada, ha generado un enorme cuello de botella: lo que ofreció velocidad y eficiencia hoy entrega lentitud y neurosis. De tal suerte que su expansión no puede ser hacia el "infinito" porque acaba saturando las vialidades y taponando la comunicación. En cualquier ciudad que se respete la apuesta fundamental es por un servicio de transporte público. Y si éste funciona de manera correcta, puntual, eficiente; si sus operadores son respetuosos, sus interiores limpios, sus lugares de abordaje accesibles, los camiones, los vagones del metro, los trenes, se convierten en espacios de encuentro y coexistencia de los miembros de una sociedad. Si por el contrario, el transporte público es abandonado, si no se le proporcionan los insumos necesarios para su modernización, si las unidades se encuentran descuidadas, si sus conductores están subcapacitados, entonces las fórmulas de transporte se acabarán escindiendo: de un lado quienes cuenten con recursos suficientes utilizarán sus propios carros y los pobres estarán condenados a utilizar un medio de transporte colectivo indigno.
El transporte acaba así escindiendo más a una sociedad de por sí escindida. No es la causa de esa escisión, pero contribuye a perpetuarla. No es una historia lejana, transcurre ante nuestros ojos, pero vale la pena reparar en ella porque expresa de manera elocuente la importancia social que tiene el reforzamiento de los espacios e instituciones públicas. Si los instrumentos que cada individuo pueda allegarse van a definir las relaciones sociales, cosecharemos espacios polarizados; y si por el contrario, somos capaces de construir instituciones donde converja la inmensa mayoría de los ciudadanos, entonces quizá contemos con una sociedad medianamente integrada, con un sentido de inclusión, capaz de edificar un nosotros que nos abarque a todos.
Quizá los dos circuitos fundamentales para lograr eso sean la educación y la salud. Sistemas públicos universales y de calidad en esas materias ayudan a construir un piso común, un sentido de pertenencia. No hablo de suprimir a las instituciones privadas que en mucho pueden contribuir en esos terrenos, pero lo fundamental -por ser lo elemental- sería la edificación de sólidos sistemas universales públicos.
Guardando todas las distancias y evitando las falsas analogías, como en el transporte, las universidades privadas pueden jugar un papel relevante, son una opción legítima, contribuyen a la formación de miles de mexicanos. Hablo de las buenas, las que son auténticos centros de educación superior, porque ante la demanda incrementada han proliferado las universidades "patito" que no cuentan con instalaciones adecuadas, tienen nula investigación, desatienden las carreras que requieren una mayor inversión y sus profesores se encuentran subcapacitados. Son en buena medida un producto de la inexistencia de un sistema de educación superior pública capaz de atender la demanda creciente.
Por eso preocupa una nueva decisión en materia educativa: el programa de financiamiento a la educación superior que consiste en préstamos hasta por 2 mil 500 millones de pesos anuales a estudiantes de algunas universidades privadas (No sabemos con qué criterios se eligieron). Los mismos tendrán una tasa anual del 10 por ciento y con recursos de Nacional Financiera serán operados por la banca privada. Con ello se favorecerá a algunas universidades privadas con el pago de nuevas colegiaturas. Varios miles de estudiantes podrán beneficiarse de esos créditos, aunque quienes de esto saben han señalado que la tasa de interés podría ser más baja si la operación estuviera en manos de la banca pública de "primer piso"; pero sobre todo, de cara a la experiencia estadounidense, alertan sobre el incremento del costo de la educación superior y de la enorme deuda acumulada por los estudiantes que asciende a los 600 mil millones de dólares. (Ciro Murayama, "Créditos educativos: 'reaganomics', versión mexicana", El Universal, 10-1-12).
Más allá de las virtudes o taras del sistema educativo, el mismo debe pensarse en la perspectiva de la sociedad que queremos. Hubo un tiempo en que los centros de educación superior públicos fueron auténticos crisoles: la cúspide de una pirámide en la que convergían estudiantes de diferentes estratos sociales, que en sus aulas se encontraban y tejían redes de relaciones. Eran un espacio de encuentro de una cierta diversidad social y una plataforma eficiente para el acceso al mercado laboral. Claro, la economía crecía y llegaban a las universidades muy pocos. Pero el punto es que al igual que en el transporte, la "apuesta" por la educación debe darse en el horizonte de construcción de cohesión social, y no convertirla en un circuito más de diferenciación y exclusión.
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