JORGE ALCOCER VILLANUEVA
Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde que en abril de 1988 el Partido Mexicano Socialista (PMS) encargó a Covarrubias y Asociados una encuesta de intención de voto que ayudara a tomar la decisión sobre el retiro de Heberto Castillo como candidato presidencial. Al paso de los años las encuestas se instalaron en el escenario electoral de México, hasta llegar a la situación actual, en la que sus múltiples objetivos y usos se corresponden con su proliferación, y con la continuada polémica sobre la credibilidad -o confianza- que nos merecen.
Pese a los esfuerzos para explicar a los ciudadanos que los ejercicios demoscópicos son un indicador del estado que guardan las preferencias del electorado, en un momento y contexto determinados, las reacciones frente a sus resultados asemejan las que se producen frente a la quiromancia: si me gustan, les creo; si me perjudican, los pongo en duda. Al leer encuestas, en el ciudadano se produce una reacción de tipo místico-religioso, les cree o no; pero rara vez alguien pregunta por la metodología, el tamaño de muestra y su estratificación, el margen de error, la tasa de rechazo, la experiencia de la empresa encuestadora, y muchos otros elementos indispensables para valorar no la credibilidad, sino la confiabilidad de una encuesta.
Tenemos casos de encuestas realizadas por diferentes empresas, o medios de comunicación, en los mismos días, con el mismo universo y metodologías iguales en lo fundamental, que arrojan resultados diferentes, o francamente contradictorios. En el reciente caso de la elección para gobernador en Michoacán, tres empresas erraron en las encuestas a la salida de las casillas (exit poll) sin que sus responsables, y quien los contrató, se hayan tomado la molestia de explicar los motivos de su error.
Hace tiempo que las encuestas son utilizadas para decidir candidatos a cargos de elección popular. En esta temporada, ya lo hizo, y lo sigue haciendo, el PRD; el PRI las está usando para decidir candidatos a gobernador; en el PAN se exploró utilizarlas para reducir el número de sus precandidatos presidenciales. Ante el fracaso de los partidos para resolver candidaturas mediante el análisis de perfiles, trayectorias, identidad e idoneidad de los aspirantes respecto del ideario partidista, la demoscopia suple la política.
Dice María de las Heras -Demotecnia- "Soy una convencida de que los partidos políticos no deben ceder a los encuestadores la capacidad de decisión sobre sus candidatos, me parece que es un error grave, porque entre los factores que se pueden tomar en cuenta uno es la opinión pública, pero hay muchos otros, empezando por el elemento ideológico del partido". Por su parte, Roy Campos -Consulta- sostiene que "la encuesta no selecciona candidato (...) no están escritas en algún documento de ningún partido como método de selección". Adrián Villegas -Ipsos-Bimsa- reconoce que "los partidos están descargando muchas de las responsabilidades de la toma de decisiones en las encuestas. Hay un abuso y un poco esquivar las cosas, porque el mensajero termina siendo el culpable". Ana Cristina Covarrubias -pionera de la demoscopia- defiende su trabajo reciente, pero admite que las encuestas para decidir entre López Obrador y Ebrard fueron producto de largas y complicadas negociaciones políticas, que incluyeron qué, cómo y a quiénes preguntar; "los encuestadores estábamos de oreja, de hecho hasta nos salíamos y después nos comentaban en qué habían quedado". (Voz y Voto, No. 227, enero, 2012; Encuestas a debate, pp. 5-17.)
Que los partidos transfieran a las encuestas y encuestadores, de manera real o como pretexto, las decisiones sobre candidatos es una práctica generalizada cuyas consecuencias se verán al conocer los resultados surgidos de las urnas. Lo único cierto es que una encuesta es más barata que un pleito interno.
Si de ciudadanos se trata, una opción para leer encuestas y valorar sus resultados es escudriñar en la nota metodológica, la letra chiquita; conocer la trayectoria de la empresa que la realizó y, si se puede, saber quién la pagó. Otra es simplemente creerles, en cuyo caso, sugiero adoptar la misma lejana distancia que frente a las salchichas: si le gustan, no pregunte cómo se hacen.
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