RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS
Definitivamente no se llevan la política y las injurias porque aquella es de suyo el arte y ciencia de convivir en paz interviniendo en las cosas de la sociedad, del gobierno y de los negocios del Estado, o sea, en los asuntos públicos. Pero igualmente es la actividad del ciudadano cuando participa en esos asuntos con su opinión, su voto o de cualquier otro modo. Por lo tanto las injurias -hecho o dicho contra razón y justicia- son altamente nocivas en la vida política y democrática de una nación. Son, en realidad, la negación de la inteligencia. Pero el colmo es aspirar a un cargo público, de representación popular, y utilizarlas en el debate democrático. Y es el colmo porque constituyen un agravio no sólo contra el agraviado sino también contra el ciudadano que opina, vota o participa en el escenario de la cosa pública (res-pública). No hay que olvidar que los ciudadanos somos los grandes electores, no importa que se nos recuerde o recurra a nosotros de vez en cuando, tardíamente, conforme a una multitud de intereses. Injuriar se vuelve entonces un subterfugio de la cobardía, un detestable ardid político o semipolítico, y pobre favor le hacen a la política los injuriadores, ya sean naturales o artificiales, verdaderos lobos disfrazados de corderos o corderos con piel de lobos. Yo pienso al respecto que todo el proceso electoral que se avecina requiere en los candidatos templanza, buena voluntad y, aunque se escandalicen los "fanáticos del realismo" (Unamuno), noble corazón. Lo merece el pueblo de México después de tantos desatinos del inmediato pasado.
Ahora bien, en un proceso electoral no intervienen robots buscando el voto sino seres animados. Por eso yo no creo que sea un desperdicio electoral o político referirse a esa parte animada del individuo o de la colectividad, obviamente sin olvido de su ser pensante que no es tan socorrido porque en los procesos electorales se agitan principalmente las pasiones movidas por el ánimo. En tal virtud a qué conduce la injuria. Como se sabe revela ausencia de argumentos, pero en su fondo hay algo más: el propósito de llevar al escenario electoral rencillas y pleitos que distraigan o alejen al pueblo de lo fundamental, del debate y discusión política. Es una trampa con que se pretende que el otro pierda el control y se rebaje. El injuriador sabe de entrada que él quedará mal, pero no le importa porque su acción es en realidad un movimiento desesperado que lo exhibe como un incapaz. Menudo espectáculo ante un pueblo ahíto de las superficialidades de sus políticos. ¿Resultado de esto? Abstencionismo o voto caótico aunque el injuriador no pierda nunca la esperanza de ganar. Seguramente piensa que a río revuelto ganancia de pescadores. Ojalá que el pueblo reaccione en presencia de un panorama tan poco prometedor y que fije su atención en las propuestas coherentes, pensadas y que lo hagan pensar. A simple vista la vendimia es muy pobre, salvo en uno al que no se le cree e injuria en vez de pedirle que demuestre "la razón de su dicho", como se sostiene en Derecho. La verdadera democracia es confrontación de ideas, que es de lo que estamos ansiosos y no de mensajitos televisivos cortados y maltratados por una tediosa recitación, que nada dicen y muy poco enseñan, aventados al aire en escasos minutos. ¿Va a convencernos, la cara, el aspecto del candidato, la gente rodeándolo, aplaudiendo, gritando? Que hablen, que discursen, que propongan, en vez de darnos resúmenes de pseudoideas. Por eso es tan abominable la injuria, que en rigor injuria al pueblo, al votante, al oyente, porque le quita su derecho a oír palabras inteligentes y lo hace receptor de una rabia mal contenida.
En conclusión, ¿por qué el IFE, haciendo un esfuerzo de interpretación legal en el proceso que coordina, no le da cabida a la imperiosa necesidad de regular la participación verbal, digamos programática, de los candidatos a un puesto de representación popular? La democracia es palabra en su más profundo sentido, que no palabrería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario