MANLIO FABIO BELTRONES RIVERA
A un paso de una posible recesión global y con el pronóstico de una desaceleración del crecimiento de los países avanzados y las economías emergentes, incluidas las de China y México, no podemos seguir dormidos, amenazados por la criminalidad y el aumento de la pobreza y la informalidad.
En este siglo XXI, las oportunidades de bienestar y progreso las tienen los países que han desarrollado, con imaginación y agilidad, capacidades para enfrentar lo inesperado y reducir riesgos. Los que se resisten al cambio en este mundo cada vez más competitivo y dinámico están condenados a la marginalidad y el cortoplacisimo; son víctimas de un sistema de vetos al que Francis Fukuyama se refiere como “vetocracia”, el cual impide que el régimen democrático reaccione a una larga etapa de crecimiento lento y desigualdad creciente que se avizora en el horizonte.
Es necesario insistir una y otra vez, incluso en el periodo electoral, en que estos tiempos de turbulencia exigen acelerar las reformas para dar viabilidad a la nación. Tenemos que abandonar el disimulo y la simulación para superar la pequeñez. Recordemos que la grandeza de México existe —como recientemente ha escrito Federico Reyes Heroles— y atendamos el clamor ciudadano, tanto como el llamado internacional a perder el miedo al verdadero cambio, y encaminémonos hacia una transformación acelerada.
¿De qué sirve la estabilidad macroeconómica y el tesoro de las reservas internacionales si el país crece a tasas mediocres, la pobreza se incrementa, los salarios siguen estancados y el sistema educativo reproduce la desigualdad y nos condena al atraso? ¿De qué sirve la ortodoxia económica y la estrellita en la frente cuando vemos que sólo las economías emergentes de Asia y América Latina, que desafiaron las recetas de antaño, son las que mejor han resistido el impacto de lo que se vislumbra como una doble recesión global y parecen estar curadas de la indignación por el desempleo y la desigualdad?
Más aún, ¿de qué ha servido reincidir en una estrategia de lucha contra el crimen organizado trasnacional que tiene al país sembrado de cadáveres y desplazados, que ha descompuesto el tejido social y el régimen de libertades y derechos civiles, sin que forjemos una coalición regional para replantear la lucha que está drenando las capacidades del Estado y da lugar a que la criminalidad, en todas sus expresiones (narcotráfico, secuestro, trata de personas, extorsión y saqueo de hidrocarburos), sea el mayor obstáculo para la actividad productiva?
Insistimos, sin cejar, porque no ha habido una respuesta satisfactoria a las propuestas de elevar el salario mínimo, ajustar la política cambiaria, construir un sistema fiscal competitivo y de diseñar una política industrial para impulsar el mercado interno y construir las oportunidades que nadie va a obsequiarnos.
¿Por qué esperar hasta al cambio de gobierno para replantear una política social que no logra revertir el aumento de la pobreza y resulta ser regresiva en sus beneficios?: 20% de los más pobres sólo recibe 10% de las transferencias, mientras que más de 25 millones de niños y un tercio de los adultos mayores viven en la pobreza, y la mortalidad infantil triplica el promedio de los países de la OCDE.
¿Qué aguardamos para usar los nuevos instrumentos jurídicos con los que contamos en materia de competencia para abrir los mercados estratégicos que pueden reactivar el mercado interno y apresurar la inserción en la sociedad del conocimiento? ¿Y qué decir de la indolencia para instrumentar la reforma del sistema de justicia penal en todo el país, ejercer la Ley Federal de Extinción de Dominio y emitir reglamentos sustantivos como el de la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República, la Ley de Migración y la Ley Federal de Telecomunicaciones, en lo relativo al Registro Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil?
Admitamos, con sentido autocrítico y ganas de corregir, que también el Congreso ha sido lento de reflejos legislativos y que, junto con el gobierno, han causado que la clase política vaya detrás de la dinámica y las exigencias de la sociedad civil e internacional.
La condición esencial para que nuestra democracia se consolide y logre superar el déficit de gobernabilidad que padece, lo que incluye el crecimiento mediocre y el desempleo masivo, así como la crisis de seguridad y la alimentaria, es que aprobemos —sigo insistiendo— la reforma política con presteza y nos encaminemos hacia una reforma hacendaria. De seguir durmiendo, imperturbables, las nuevas generaciones —injustamente— estarán pagando el saldo de la complacencia, la simulación y la resistencia al cambio.
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