MIGUEL CARBONELL
La muerte de 44 reos y la fuga de otros 30 del penal de Apodaca, Nuevo León, es apenas un síntoma del proceso de putrefacción y abandono que viven las cárceles de nuestro país.
Gobiernos van y gobiernos vienen, pero la situación de las cárceles parece no mejorar. Desde estas páginas hemos llamado la atención en varias ocasiones sobre el problema, pero se sigue dejando de lado y ni siquiera la opinión pública lo tiene entre sus prioridades, salvo cuando sucede una tragedia como la del pasado domingo. Incluso en las entidades federativas que han logrado mayores avances en materia de derechos humanos, las cárceles muestran un rezago endémico y estructural. Es el caso del Distrito Federal, cuyo índice de sobrepoblación carcelaria rebasa al de las demás entidades federativas.
Puede parecer que el tema de las cárceles es algo marginal para el conjunto de la sociedad. No dudo que habrá quien piense que los reclusos se merecen la miserable vida que llevan al interior de los muros carcelarios y que nada de lo que suceda en esos espacios cerrados tiene que ver con las personas que estamos afuera. Lamentablemente no es así. Lo que sucede en las cárceles impacta a buena parte de la sociedad.
En las casi 430 cárceles que hay en México, sobreviven (esa es la palabra mejor para describir su situación) unos 240 mil presos. Si calculamos que su núcleo familiar inmediato está compuesto de cinco personas (lo cual es un cálculo muy conservador), tenemos que la cárcel incide de forma directa en casi un millón de personas en nuestro país: uno de cada 114 mexicanos se las tendrá que ver con ese universo cerrado, corrupto y completamente ajeno a la más mínima regla del Estado de derecho.
Hay que recordar que las cárceles mexicanas, en promedio, tienen una sobrepoblación del casi 130% y 42% de sus internos se encuentra en régimen de prisión preventiva, es decir, que no han recibido una sentencia que diga que son culpables de haber cometido un delito.
Entre 1995 y 2010 la población penitenciaria creció en 238% en México, sin que por ello podamos decir que estamos el doble de seguros. Más bien parece todo lo contrario. La cárcel, por tanto, no está resultando una respuesta eficaz frente al fenómeno delictivo. Puede ser incluso al revés: el número de delitos se incrementa y los actos ilícitos se vuelven más graves debido a las pésimas condiciones de las cárceles, las cuales llegan a funcionar como “universidades del crimen”.
Lo peor de todo es que no hay ningún elemento que permita advertir que la terrible situación de nuestros penales vaya a mejorar en el corto o mediano plazo. El tema no ha figurado ni es probable que vaya a figurar en el discurso de los aspirantes a presidente, senadores, diputados o gobernadores.
Esta ausencia en el discurso político puede deberse a muchas causas: una de ellas es que los reos no votan, por lo cual los políticos no pueden beneficiarse personalmente de ese grupo de población. Otra causa responde a intereses de carácter más bien económico: los penales son una fuente inagotable de recursos provenientes de la corrupción, algunos de los cuales seguramente llegan hasta mandos medios y superiores de todos los niveles de la administración pública.
Un ex director de reclusorios del DF estimaba hace unos años que solamente de los 10 penales capitalinos se reunían 5 millones de pesos al día con motivo de los actos de corrupción. Eso significa que las cárceles generan más ingresos que muchas de las empresas medianas y grandes que existen en México.
En la cárcel se cobra por todo: por comer, por dormir en un colchón, por utilizar el baño, por tener derecho a la visita íntima y hasta por pasar lista (cinco pesos es la cuota que paga cada uno de los 40 mil presos del Distrito Federal por el pase de lista que se realiza tres veces al día, según los testimonios de algunos de sus familiares).
O nos decidimos a arreglar de una vez por todas el sistema carcelario nacional, o lo que tendremos serán 10, 20 o 100 eventos como los de Apodaca: los internos más peligrosos se seguirán fugando y muchos otros perecerán por la ausencia de la más indispensable vigilancia. Apodaca es simplemente una llamada de atención. Es probable que lo peor apenas esté por venir.
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