ROLANDO CORDERA CAMPOS
Mientras en Europa se enfrentan dos gladiadoras, en Estados Unidos de América el señor Bernanke, presidente de la Reserva Federal, da clases de dialéctica. Lagarde y Merkel disputan sobre diagnóstico y preceptiva para sacar a la UE del hoyo en que la han metido, en tanto que el experto en la historia de la Gran Depresión devenido banquero central advierte sobre la necesidad de no aflojar el paso en la acción anticíclica, sin que ello implique desatender la gran cuestión del déficit y la deuda americana, cuya superación no podrá darse en el corto plazo y tal vez nunca si los halcones fiscales se salen con la suya.
Desde que explotó el sistema financiero global y el mundo entró en recesión abierta en 2009, Obama y los suyos convocaron al resto del mundo a reconocer la gravedad del percance y a desplegar grandes operaciones que contuvieran la caída y permitieran iniciar una fase de reformas sustanciales al sistema financiero internacional. No tuvo mucho éxito el presidente estadunidense pero acción anti recesiva hubo, en especial en Estados Unidos, Alemania y China, configurando uno de los mapas posibles del nuevo esquema de poder global que resulte de esta espectral crisis.
En México se guardó la compostura fiscal impuesta por el Carreño de “la casa en orden”, y la caída de la producción y del empleo fue casi vertical en ese año horrible (6.5% del PIB). La recuperación se desplegó más pronto de lo que muchos esperaban, pero la forma en que se ha estructurado nuestra economía junto con el dominio que sobre la política tiene el pensamiento conservador, nos han llevado a un ascenso leve, del todo insuficiente para capear lo que desde antes de la explosión financiera marcaba la pauta de la vida social y económica mexicana: una crisis de empleo de grandes proporciones que arrancó con el inicio del siglo y que ha desembocado en una informalidad creciente, de alrededor de 60% de la fuerza de trabajo, y en una formalidad laboral precaria con protección social débil e incierta, salarios medios por debajo de lo acostumbrado y enormes bolsones de desempleo que lindan con el no empleo, en especial en las camadas juveniles para quienes la oferta de ocupación llamada formal carece de atractivo.
Este es el contexto social dentro del cual se dará la disputa por la presidencia de la República, el Congreso de la Unión y muchas gubernaturas. El que las voces oficiales y las de quienes se ven como sus retadores punteros hagan mutis cuando el tema laboral se plantea, es sintomático de la pérdida de sensibilidad de la política normal respecto del drama social cuyo eje es, obligadamente, el del trabajo y las condiciones en que se realiza.
Para el mundo político establecido, no parece haber grandes desafíos en esta materia, quizás porque para sus miembros, autodesignados como “clase” aparte, la cuestión laboral no les compete. O les suena muy lejana.
Alimentados por las prerrogativas que otorga el Cofipe y todo tipo de componendas con los poderes de hecho, los políticos del centro a la derecha se obstinan en ver la cuestión social como un asunto sectorial más. Cuando no, como un reflejo de la falta de las reformas que “tanto necesitamos”.
La izquierda, articulada de nuevo por una (pre) candidatura poderosa, no sale de las trampas de la fe que adoptó para no desbarrancarse antes de tiempo. El método elegido para definir sus candidatos, dista mucho de ser el más pertinente para alimentar el debate político y sobre las políticas que debían distinguirla como opción de gobierno y como alternativa a una estrategia cuyas virtudes hicieron mutis hace tiempo y sólo se mantienen como inercias que mucho irritan y a muy pocos consuelan.
Las recientes entregas de la Cámara Nacional de la Industria del Acero (Canacero) sobre la coyuntura industrial y las tendencias que a partir de ella se afirman, dan cuenta de una situación decadente en lo tocante al desempeño industrial mexicano y sirven o deberían servir de base para un cambio de rumbo en la política de fomento. Pero no ocurre así. El reclamo de industriales de todo tipo y calibre es desdeñado olímpicamente y el encargado de la gestión estatal en materia industrial prefiere hablar con Dios que encarar el terrenal quehacer de fomentar y de ser necesario proteger, una actividad crucial para el futuro del país y que, a pesar de todas las necedades gubernamentales de los 30 años recientes, se las ha arreglado para sobrevivir y, en algunos casos, diversificarse e innovar.
El clamor de las bases sociales y el descontento industrial con la fórmula globalizadora adoptada acríticamente por más de 25 años, debería servir para que en estos meses la cuestión laboral fuera puesta en el centro del debate público. Un país urbano y joven, con capacidades humanas básicas y recursos mineros y energéticos todavía abundantes, no debería darse el lujo de aceptar como maldición su desindustrialización y como mandato divino el mal empleo y el desempleo de su juventud, su más poderosa fuerza productiva.
Es ahí, en la ocupación plena de sus contingentes más pujantes, donde se juega la posibilidad de recuperar un futuro que la miopía histórica de los últimos lustros amenaza cancelar, y para siempre.
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