viernes, 3 de febrero de 2012

DESEOS DE ANIVERSARIO

PEDRO SALAZAR UGARTE

Para Rolando Cordera

Nuestra Constitución es un objeto curioso que muta mientras duerme. Contiene una disposición, la 135, que indica quiénes y cómo pueden transformarla. Y, aunque no es lo deseable, dicha norma se usa con frecuencia. Por eso la Constitución ha sido reformada en centenares de ocasiones.
Curiosamente ha sido modificada intensamente desde que la pluralidad política conquistó a los órganos legislativos del país. En este terreno, aunque parezca paradójico, el problema reside en el exceso y no en la ausencia de iniciativas aprobadas. De alguna manera, a golpe de reformas, las legislaturas han hallado un método para mantener al documento adormilado. Lo ajustan por aquí y por allá y, mientras, las normas duermen el sueño de los justos. Gatopardismo jurídico es el nombre de esta práctica por la que se cambian las normas constitucionales y se deja a la realidad intacta.
Por lo mismo le deseo a la Constitución 10 años sin reformas. Que la dejen en paz por una década y se creen las leyes reglamentarias, instituciones y políticas públicas indispensables para que ésta sea un documento operativo. Delineo tres ejemplos. En 2008 se reformó la Constitución para cambiar las reglas y bases que regulan el delicadísimo expediente de la procuración y administración de justicia. Para hacer realidad ese nuevo diseño normativo hacen falta normas secundarias, recintos, recursos y personas. Cuatro años después de la reforma, al menos en el nivel federal, no hay nada de eso. Esa omisión es, por lo menos, preocupante. El año pasado se modificaron dos columnas vertebrales del constitucionalismo democrático: derechos humanos y amparo. Son dos reformas prometedoras, pero estériles si no vienen secundadas por una legislación y gestión acordes. Hasta ahora, digan lo que digan gobierno, legisladores y ministros de la Corte, esas normas sólo son retórica constitucional.
El gobierno presume esas reformas como parte de las acciones que ha secundado para fortalecer a los derechos humanos en respuesta a las quejas y denuncias por abusos cometidos durante la guerra contra el narco. Los diputados y los senadores ostentan las mismas modificaciones como resultado sustantivo de su gestión de cara a la próxima elección. Y la Suprema Corte promete un rostro renovado gracias al nuevo diseño constitucional. Pero ninguno de esos órganos nos dice cuándo serán palpables las transformaciones. Lo que sí sabemos es que las violaciones a los derechos existen y que la justicia sigue operando bajo el viejo paradigma de la presunción de culpabilidad, la flagrancia y los excesos. También nos consta que no existen las leyes secundarias que hagan exigibles diversos derechos fundamentales y, en cambio, siguen sin derogarse figuras como el fuero militar. Y, de paso, muchos jueces y magistrados continúan aferrados a lógicas y prácticas autoritarias. Ésa es la realidad material que desafía al marco constitucional vigente y que desautoriza a quienes presumen sus reformas.
Por lo mismo, ahora que la Constitución celebra otro aniversario, propongo no enfrascarnos en discutir cómo reemplazarla o en el debate circular sobre qué deberíamos cambiarle para transformarla en un documento perfecto. Lo que debemos hacer, modestamente, es concentrarnos en cómo lograr que Estado y sociedad cumplan lo que las normas constitucionales prometen. Esta perspectiva impone por sí sola toda una agenda para las legislaturas venideras, delimita el ámbito de gestión del próximo gobierno y traza un horizonte para la jurisdicción nacional. No olvidemos que el primer artículo de la Constitución adormilada establece que todas esas autoridades, “en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos”. Si lo hicieran ya estaríamos hablando de otra cosa.

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