RICARDO BECERRA LAGUNA
La única evidencia que he encontrado de la existencia del diablo es que todo el mundo quiere verlo.
Umberto Eco
Aunque “la guerra contra el narcotráfico” no tiene inauguración oficial, puede decirse que comenzó aquel 11 de diciembre de 2006 -diez días después de la toma de posesión del Presidente Calderón- con el envío de tropas a su natal Michoacán.
Aunque “la guerra contra el narcotráfico” no tiene inauguración oficial, puede decirse que comenzó aquel 11 de diciembre de 2006 -diez días después de la toma de posesión del Presidente Calderón- con el envío de tropas a su natal Michoacán.
Las tragedias diarias y las estadísticas terribles empezaron a crecer en número y en sevicia apenas un año después: 50 por ciento más homicidios en 2008 y otra tanda de 50 por ciento adicional, en 2009, para configurar y afirmar una pendiente ascendente de crueldad y brutalidad que llegó a la cúspide de 22 mil 223 muertes dolosas en 2011.
Pero al mismo tiempo, resulta que en ese mismo trienio (2009-2011), en medio de ese desbarajuste en la seguridad pública, el país celebró 35 elecciones regulares, en todos los órdenes (federal, locales y municipales). Todas se desarrollaron conforme a sus procedimientos, con más o menos participación, casi todas sin incidentes mayores, repitiendo el libreto democrático: produciendo alternancias o confirmando gobiernos.
En esas 35 ocasiones se han puesto a funcionar las rutinas del modelo electoral mexicano con todos sus arreglos barrocos y sus candados redundantes. El padrón incuestionado, los grandes procesos de capacitación a millones de domicilios, ciudadanos que son convocados a cuidar las casillas, comicios y jornadas tranquilas y en paz.
En medio de la “guerra contra el narco”, han estado en juego casi 5 mil cargos de gobierno; todos emergieron de una votación y todos tuvieron oportunidad de pelear los sufragios, en campaña, en el terreno, en medios de comunicación y por la vía jurisdiccional. Tres excepciones manchan esa situación general: los asesinatos del candidato del PRI a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torres Cantú y del alcalde de La Piedad, Michoacán, Ricardo Guzmán Romero, además de la publicación de un extraño desplegado en el diario A.M. de esa misma ciudad, amenazando a los votantes albiazules.
Mientras seguimos esperando la eficiente indagatoria de las autoridades federales para esclarecer ambos homicidios, y en tanto caemos en cuenta que los ciudadanos reales ignoraron el maniático mensaje (el PAN triunfó en la Piedad con amplio margen, respaldado por 19 mil que no se dejaron intimidar, en la soledad de la urna, que para eso está) la estadística sigue siendo abrumadora: el crimen organizado –cualquier cosa que eso sea- no ha alterado el curso de las elecciones en el país. Ayer mismo, las 112 casillas michoacanas dispuestas para la selección interna del PAN se abrieron, recibieron y contaron los votos en paz y sin queja alguna.
Ésta no es una declaración de fe, al contrario: a pesar de todas las adversidades, noticias malas y profecías desastrosas, los mexicanos han salido a votar en todas las elecciones locales. En el 2011, Baja California Sur, Guerrero, el Estado de México, Nayarit, Coahuila, Hidalgo y Michoacán no vieron bajar, sino subir sus promedios de votación hasta un 56.5 por ciento de los ciudadanos en lista nominal. Un índice mayor que hace 3 y que hace 6 años (la de Michoacán fue la votación más alta en varios lustros).
¿Qué quiere decir esto? Que los mexicanos siguen viendo a las elecciones como una solución; que siguen saliendo a votar, siguen formando parte de las mesas directivas de casilla, siguen enterándose y siguen incorporándose a los procesos electorales.
¿Qué quiere decir esto? Que los mexicanos siguen viendo a las elecciones como una solución; que siguen saliendo a votar, siguen formando parte de las mesas directivas de casilla, siguen enterándose y siguen incorporándose a los procesos electorales.
De esto debería estar orgulloso el Gobierno de la República, pero parece que no. Varias amonestaciones gubernamentales han sido lanzadas en los últimos meses; ayer mismo, el Secretario de Gobernación puso todo el énfasis que pudo en ese delicado asunto: “…en algunos casos se han manifestado intentos explícitos por parte de la delincuencia de incidir en los procesos electorales… nosotros hemos señalado el fenómeno, hemos ido acotando... tenemos que actuar desde el punto de vista de la autoridad en materia de seguridad. Y corresponderá a los actores políticos y a la autoridad electoral tomar las previsiones correspondientes”.
Lo que dibuja el Secretario es un escenario de miedo, casi zozobrante: “Los cárteles de la delincuencia organizada intentarán imponer candidatos en las próximas elecciones y eso es una amenaza real”, afirmó a El Universal, el propio Alejandro Poiré.
Ocurre aquí, el mismo problema que envuelve casi todas las explicaciones de la “guerra contra el crimen organizado”: lo demasiado genérico, la fórmula ecuménica que lo explica todo. Resulta que nuestra más alta autoridad en materia de seguridad, no dice cómo (quieren incidir), ni dice quiénes (son esos candidatos), pero se contenta con decirlo, con haberlo acotado (¿dónde, cuándo?) y acto seguido pasa la bola a los actores políticos y a la autoridad electoral para atender… un asunto de seguridad.
Ante la vaguedad de ese y otros dichos conviene repasar el abc: 1) los partidos poseen el monopolio de la representación política, son ellos los que tienen el poder y los mecanismos para seleccionar candidatos en todos los órdenes; 2) el IFE coloca casillas, moviliza 8 millones de ciudadanos para vigilar la elección, edifica el padrón de votantes, brinda los resultados, administra el tiempo oficial en medios electrónicos y fiscaliza los gastos de partidos y de candidatos; 3) el gobierno federal por su parte, es el encargado, entre otras cosas, de perseguir criminales, llevarlos a la cárcel, rastrear sus operaciones, ponerlos a buen recaudo para que no incidan en ningún proceso de la vida económica o social mexicana, sea la compra de empresas, las transacciones financieras, las operaciones aduanales o las elecciones.
Lo que quiero decir es que el proceso electoral marcha y lo hará de mejor manera si cada quien hace lo que le corresponde: cuidar la selección de candidatos (partidos), organizar todo el armatoste electoral (IFE) y combatir la delincuencia (la estructura de seguridad pública del gobierno federal, local o municipal), con discreta eficacia, sin invocaciones a la catástrofe, sin pedirle a nadie lo que no puede cumplir.
Por lo pronto, la fórmula ha funcionado. A pesar de los problemas de seguridad, México ha celebrado elecciones federales y locales, legales, auténticas y pacíficas, en todo el territorio nacional, sin excepción. Se han organizado con estrategias precisas y diferenciadas por región, con inteligencia, con dedicación, con respeto a las condiciones de cada estado, cada municipio y cada localidad, con la convicción de que hoy, más que otras veces, México necesita generar la certeza de que la renovación de sus poderes constitucionales es posible, de modo legal, eficaz aún en medio de “nuestra guerra”, 35 veces en paz.
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