ROLANDO CORDERA CAMPOS
El empleo está en las calles y es cada vez más precario. (En 2011), la economía informal generó cuatro veces más puestos de trabajo que el sector formal, marca que dejó de ser coyuntural para convertirse en tendencia”. Así inicia Roberto González Amador su detallado reporte sobre la información reciente del Inegi sobre el empleo y los salarios.
Estos últimos, nos cuenta, se comportaron así: “35.61 por ciento del total de los trabajadores remunerados tienen un ingreso no mayor a dos salarios mínimos; 25.65 por ciento de la población ocupada percibe de dos a tres salarios mínimos; 18.8 por ciento devenga de tres a cinco salarios mínimos, y otro nueve por ciento cobra por su trabajo más de cinco salarios mínimos, mientras que el restante 10.9 por ciento tiene un ingreso no especificado” (La Jornada, 26/2/12, p. 26).
Nunca había este país tratado tan mal a tantos, podríamos concluir nosotros. Con una fuerza de trabajo grande y todavía en expansión, urbana y en su mayoría joven y joven adulta, México debería crecer y multiplicarse, pero no con cargo al embarazo de las adolescentes, que aumenta con las horas y la mojigatería oficial, sino basado en los ingresos, las capacidades y destrezas de sus trabajadores. Pero no ocurre así, y el gobierno y sus vicepresidencias hacendarias y laborales se aferran a una visión que se ha vuelto ficción distópica.
La reivindicación del trabajo como actividad humana y fuente de derechos fundamentales estuvo en el origen de las transformaciones sociales y políticas que permitieron imaginar que la democracia y el capitalismo podían convivir y hasta reforzarse mutuamente, aunque no sin dificultades. Nosotros nos incorporamos tarde, pero con expectativas de pasos firmes en la justicia social basada en el trabajo como lo consagrara la Constitución de 1917 y que ahora se quiere cambiar, por aquello de la competitividad tan ansiada. Sólo esperemos que no sea al estilo pendenciero y traidor de Rajoy y compañía.
Las cifras y sus tendencias merecen un tratamiento mayor y mejor, pero con sus magnitudes gruesas y las que nos ofreció un día antes el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval), tenemos para trazar un cuadro inicial aproximado de cómo vivimos los mexicanos la globalidad y sus crisis: avasallados por la penuria material, la precariedad laboral y el achatamiento de las expectativas, entramos a la modernidad prometida por los traumáticos cambios de fin de siglo en medio de una inseguridad personal y social que no mengua sino que se vuelve “nacional”, según el general secretario. Frente a este paisaje lúgubre, resulta difícil imaginar que la democracia por todos tan querida pueda ofrecer una esperanza creíble de que la economía abierta a la que se le asocia pueda ofrecer los beneficios materiales suficientes para que las mayorías apuesten por su sostenimiento. La siempre azarosa relación entre economía (capitalista) y política (democrática) se vuelve peligrosa.
El mapa de la informalidad puede ser mayor, como lo advirtiera el doctor Ciro Murayama el jueves pasado en El Universal. Según sus estimaciones y las hechas con anterioridad por la investigadora Norma Samaniego con base en la metodología adoptada por la OIT, “el empleo informal alcanzó en 2010 a 26 millones de personas, 59 por ciento de la población ocupada”. Una dimensión mayor, pero nada desconocida de la vida en México en tiempos de crisis global (“Informalidad laboral: la dimensión real”, El Universal, 9/2/12, A13).
La verdad pura y dura es que, como ha insistido la propia Norma Samaniego, la erupción de 2009 fue como llover sobre mojado. Las tendencias al desempleo y al mal empleo, alojado tanto en la formalidad como en la informalidad, se instalaron en México desde principios del siglo, al calor de la recesión con que la economía estadunidense cerró el milenio. Entonces, nuestra recuperación fue tardía e insuficiente, lo que agudizó esta proclividad al empleo “indigno” que ha querido justificarse como el precio a pagar para ser competitivos.
El hecho de que los salarios manufactureros en China, Brasil o Costa Rica crezcan más que en México debía ser un claro mentís a tanta superchería sobre la competitividad. Pero vaya usted a saber qué le confío el Señor al secretario de Economía en su última conferencia celestial. Para este experto en comunicación divina, no hay hoy otra cosa que el mercado ampliado del Pacífico, que lo tiene viajando como trompo por todas las capitales del mundo asiático.
Sin empleo y salarios no hay mercado interno boyante ni estímulos adecuados a la inversión privada, salvo cuando ésta se dedica a vender afuera. La recuperación estadunidense puede afirmarse, pero será con lentitud y en medio de una incertidumbre galopante. Lo que urge, así, es recuperarnos con base en nuestras propias fuerzas, con inversión pública y cooperación económica y social renovada, poniendo por delante lo que nos es más preciado, que es el trabajo.
Por lo pronto, sin embargo, lo que se ha impuesto es una indignidad laboral que, agresiva, se desparrama y contamina a la economía, las familias, las regiones y las clases sociales, “cómodas” o no. Una humillación que emana del manantial donde supuestamente radica la fuente moderna del respeto que el hombre y la mujer sienten por ellos mismos y los demás.
Mal tratado en sus reflejos vitales y fundamentales, el pueblo mexicano no puede sino repetir y repetirse que tiene hambre de pan y sed de justicia. Como si se tratara del principio de la historia. Y de eso va o debe tratarse nuestra gran decisión de julio, que empieza ahora.
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