MARÍA AMPARO CASAR
Se percibe un embate generalizado contra el IFE y el Tribunal Electoral por la incertidumbre que prevalece sobre las reglas electorales. No niego la parte de responsabilidad de estas autoridades en poner de cabeza el principio democrático de certidumbre en las reglas e incertidumbre en los resultados.
Ellas han contribuido a la incertidumbre a través de la falta de unidad de los consejeros y magistrados respecto a la interpretación de las normas y a las sanciones que merecen los que las transgreden, de la inconsistencia en los criterios utilizados por los magistrados en sus resoluciones, de los excesos cometidos en algunos casos (tomar como factor de anulación de la elección de Morelia la utilización del logo del PRI en el calzoncillo de un boxeador) y de la laxitud mostrada en otros (no considerar como actos anticipados de campaña los muchos que presenciamos los ciudadanos de parte de todos los candidatos y precandidatos).
Pero las autoridades electorales son más víctimas que responsables de la incertidumbre que buscan combatir los actores de la elección. La responsabilidad recae en los diputados y senadores que idearon, redactaron y aprobaron la reforma del 2007.
Aún no comienzan las campañas y ya es, como dijeran los propios legisladores, de urgente y obvia resolución la necesidad de revisar a fondo la ley electoral. Los motivos para hacerlo ya habían quedado claros en la elección intermedia del 2009. Hoy, en la elección presidencial, las deficiencias de la ley se magnifican.
El periodo "intercampañas" -invento netamente mexicano- tiene graves consecuencias. Crea incertidumbre, promueve la simulación y contribuye a la inequidad. Aún asumiendo que partidos, candidatos y radiodifusores fuesen blancas palomas y ciudadanos ávidos de cumplir con la ley, su situación es de incertidumbre total. No hay manera de aclararse qué significa que esté permitido dar una entrevista para hablar de los asuntos públicos pero no del contenido de la plataforma electoral; cuándo se cruza la raya entre lo que es una reunión pública y una privada; cómo dar una entrevista para hablar de los asuntos públicos sin tocar los temas que contiene la plataforma electoral tanto en su diagnóstico como en sus soluciones.
La simulación vendrá -ya está presente- con los llamados promocionales genéricos que no pueden ser más que de proselitismo. O qué otra cosa es el spot de Héctor Bonilla diciendo que estamos hartos de 12 años de mal gobierno, que no conviene regresar al pasado y que el futuro puede cambiar con Morena.
La inequidad también será un subproducto. Los 45 días de silencio -duración del periodo intercampañas- favorecen al ganador. Si los candidatos no pueden hacer campaña, lo previsible es que las preferencias se queden congeladas para desventaja de los rezagados.
Las cosas se pondrán peor cuando el 30 de marzo comiencen las campañas. No se necesita ser adivino para pronosticar que los candidatos y partidos se quejarán de que la ley no les permite actuar con la celeridad que exige una campaña para reaccionar a través de un promocional cuando un adversario cometa un error o cuando haga falta potenciar un acierto propio. Es previsible que las televisoras se quejen de que no pueden alterar las pautas publicitarias sin cierta antelación (aunque la tecnología lo permita). Es predecible también que cada discurso, promocional o slogan de campaña se judicialice y acabe en tribunales ante el absurdo de la prohibición de las llamadas campañas sucias.
Los errores a corregir están claros pero esta vez habrá que tener más cuidado. Hay razón para pensar que en la reforma del 2007 los legisladores actuaron con las vísceras, hartos de los abusos de las televisoras y temerosos del conflicto poselectoral. Pero eso no quiere decir que los principios básicos que animaron la reforma del 2007 estuvieran equivocados: transformar el modelo de relación entre medios y política, introducir mejores y mayores controles en el uso de los recursos y reducir el costo económico de las elecciones. Simplemente habría que darles un aterrizaje más razonable y trabajar sobre la base de que la sobre-regulación solo tiene dos salidas: el incentivo a violar la ley y la judicialización de los procesos electorales.
La próxima reforma debiera atender al principio de máxima libertad de acción y expresión con la única limitante de no reducir sino ensanchar la equidad electoral. Para ello se debe mantener la prohibición de la compra de tiempo en radio y televisión por parte de particulares y redoblar los controles para frenar tanto en el nivel federal como en el estatal el uso de recursos públicos y programas sociales por parte de los funcionarios. No mucho más. Pocas reglas e instituciones capaces de hacerlas cumplir.
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