lunes, 27 de febrero de 2012

ENCUESTAS: CUANDO FRACASA LA AUTORREGULACIÓN

RICARDO BECERRA LAGUNA

Nadie, ninguno de los partidos nacionales, pero tampoco nadie en el gremio de opinión pública, se ha sentido con la obligación de explicar lo que ocurrió aquella noche fatídica, el 13 de noviembre, en Michoacán.

La idea deliberada era generar ruido, confusión, cuánta mas y mejor. Los tres candidatos a la gubernatura (del PAN, del PRD y del PRI) en el lapso de 35 minutos, después de cerradas las casillas, en la noche neurótica de la elección, salieron a la palestra con su encuesta bajo el brazo, cada una respaldando su muy particular y respectivo triunfo.
Es imperdonable que partidos de esa importancia, peso y financiamiento público se presten a estrategias tan groseras y desfachatadamente falsas; pero también es sorprendente que desde el gremio de la demoscopia, no hayamos tenido una reconstrucción de lo que pasó, una mínima explicación, un deslinde de responsabilidades para que los profesionales serios, marquen la frontera que los separa de los charlatanes.  
¿Quiénes y porqué se equivocaron tan flagrantemente? ¿Cómo es posible que tuviéramos resultados validados o permitidos por empresas, favorables para cada cliente? ¿Nos conformamos con la burda razón de mercado –todo se vale si el cliente lo paga- o es necesario que desde los propios profesionales se imponga una vara más alta a la eficacia de la acción gremial? ¿Habremos llegado al punto de quiebre, al límite y fracaso del modelo de la autorregulación? 
Michoacán es un episodio extremo, pero no es el único. Desde el año 2010, en el curso de las elecciones locales, hemos visto crecer varias patologías que no anuncian nada bueno para el proceso electoral de este año: publicación masiva, una cuarta parte de los “estudios demoscópicos” de entonces, presentados al respetable, sin firma, metodología ni responsable; “encuestas” que han errado hasta por un diferencial récord de 24 por ciento y, lo más preocupante, la práctica creciente que hace pasar por encuesta, propaganda disfrazada, los ahora conspicuos, push-polls.
Son varios pasos hacia atrás en relación al contexto político y profesional que se había construido desde 1994. Poco a poco, las encuestas se habían convertido en instrumento de certidumbre y de confianza colectiva, emancipándose, precisamente, de las prácticas de mercachifles, de la ausencia de reglas públicas, códigos profesionales y falta de ética gremial.
Todos –autoridades, partidos, candidatos, empresas de opinión pública, medios de comunicación- parecían haber comprendido que el río revuelto de las jugarretas y la confusión, a la larga, erosiona no solo el juego electoral, sino que acaba minando el prestigio mismo del negocio demoscópico.
Y es que la importancia de las encuestas no ha hecho más que crecer en los últimos años. En dos décadas se construyó un vigoroso mercado abierto bien acreditado del que depende una opinión pública alerta y necesitada de información, permanentemente. Tanto es así, que las encuestas son ya una palanca recurrida casi siempre para la toma de decisiones, incluso dentro de los propios partidos.
Si a la mitad de los años ochenta, las encuestas electorales eran vistas con desdén y aún con profunda incredulidad, en los últimos diez años, ya no queda actor político significativo que no reconozca el carácter irremplazable de la información contenida en ellas. Es todo un síntoma de maduración: no quedan dudas acerca de la eficacia de los sondeos de opinión como instrumentos para el conocimiento de los humores públicos.
Todo esto había permitido que las leyes electorales federales se volvieran cada vez más livianas, menos onerosas, más flexibles, precisamente porque se creía y se apostaba al propio mercado y a los profesionales del ramo, a que sus fuerzas podrían conducir el desarrollo de sus trabajos, acotando y poniendo en su lugar a la información no científica, no válida, no acreditada, por puro interés propio.    
Pues bien: desde 2010, al menos, esto ha ocurrido a medias y Michoacán confirmó y amplificó el problema a niveles pocas veces visto.
Porque las encuestas y sus empresas no son convidados de piedra en el proceso electoral, mucho menos en un contexto dominado por los medios masivos de comunicación, listo para propagarlas.
El sociólogo Robert K. Merton lo sabía muy bien: “...la difusión del cuadro de preferencias de ‘los demás’ contribuye tendencialmente a modificarlas. Una parte de los electores, condiciona su voto en función del conocimiento que tiene de las preferencias de los demás”. O para decirlo con un clásico de la encuestología, Herbert Hyman: “A medida que los ciudadanos aprenden a usar su voto....aprenden a no sólo en función de si mismos sino en función del voto de los otros”.  
Si no les gusta el Código Electoral mexicano, pueden voltear a ver democracias más desarrolladas, como la francesa, que ha llegado a esta conclusión: “Las encuestas constituyen un elemento de innegable eficacia persuasiva, tienen impacto en las intenciones del voto de franjas importantes....su papel ya no es meramente auxiliar o medial”. (Declaración del Consejo Constitucional francés, 25 de mayo de 1974).
En mayor o en menor medida, las encuestas inciden en el cuerpo electoral, y es natural que lo hagan. En cambio, lo que resulta reprobable es que nuestras encuestas no sirvan para crear el piso mínimo de confianza, los elementos que posibiliten a electores y partidos no asistir a la elección, a sus resultados, a ciegas.
Como cualquier otro artículo de mercado, la gente debe saber su estándar de calidad; el consumidor debe conocer que encuestas cumplen con las normas mínimas de fiabilidad y cuales no. En México, ninguna de las encuestas cuenta con póliza de garantía, por que no hay quien las emita.
Espero que el evento de mañana, organizado por la AMAI, sirva para reforzar la conciencia de responsabilidad pública del gremio. Una vez que sus productos, que sus encuestas, son difundidas, alcanzan un estatuto superior, más allá del negocio particular y se convierten en un asunto público, que afecta o impacta a miles y al prestigio y seriedad del gremio. La calidad de las encuestas publicadas se vuelve así, un asunto de interés general.
En una competencia dura, cerrada, en una que sube de tono, la discordia suscitada por arrojar al público una encuesta mal hecha, contribuye a envenenar el ambiente y erosionar la confianza, justamente cuando más se necesita.
Para muchas otras cosas, la AMAI y su gremio ha demostrado ser una institución técnicamente madura y éticamente solvente, como para poder afrontar un reto de esas características, un reto que, por lo demás, desarrollan otros gremios como los médicos y los abogados: la tarea común es atajar a charlatanes, esos que vienen confundir al electorado, a invadir y a distorsionar el ejercicio de la disciplina.
Urge poner en marcha lo que Hyman pedía machaconamente: la sanción por desprestigio. Y esa, debe porvenir sustancialmente del gremio, a menos que el modelo necesario ya sea otro: el de la regulación estricta de la autoridad electoral federal.
El desenlace depende de lo que los profesionales decidan dejar hacer ó dejar pasar.    

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