sábado, 4 de febrero de 2012

EL BIPARTIDISMO IMPOSIBLE

OLGA PELLICER

Dos acontecimientos han marcado el arranque de las actividades para las elecciones del presente año en Estados Unidos: las primarias para decidir quién será el candidato del Partido Republicano y el discurso sobre el estado de la unión pronunciado por el presidente Obama el 25 de enero. Ambos han sido muy útiles para ilustrar la polarización, verdaderamente alarmante, que está presente en la sociedad estadunidense. No se trata, desde luego, de un fenómeno nuevo; la división entre liberales y conservadores ha sido un rasgo sobresaliente desde que se inició el movimiento de independencia. Sin embargo, diversas circunstancias –entre las que sobresale la crisis económica– han profundizado esa división a un grado que pocas veces se había visto en la historia reciente de Estados Unidos. Las consecuencias son muy negativas, tanto por la parálisis que produce en el gobierno, como por el malestar que propicia entre los ciudadanos, cada vez más críticos y alejados de los políticos de Washington.
La polarización proviene, ante todo, de la radicalización hacia la derecha encabezada por el Tea Party. La fuerza de este movimiento y su influencia en la designación del candidato del Partido Republicano ha empujado hacia el extremo los debates durante las primarias. Allí está Santorum, el ganador de la contienda en Iowa, quien desecha las ventajas de la educación escolar para pronunciarse a favor de la educación en el hogar, donde se transmiten mejor los valores de la familia, la religión y el esfuerzo personal que han hecho “la grandeza de América”. No es difícil imaginar el poco entusiasmo por la educación pública que mostraría este político de llegar al poder.
El gusto por el conservadurismo radical no ha resultado en una mayor cohesión dentro del Partido Republicano. Por el contrario, ha dividido a sus diversos grupos, como puede advertirse en el hecho de que los ganadores de las tres primeras contiendas en Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur han sido distintos. También se ha puesto en duda el consenso que parecía haberse construido en torno a Mitt Romney por sus mejores atributos para atraer a votantes menos radicales. Ahora lo que mayormente se valora es la capacidad de reforzar el conservadurismo y, así, derrotar a Barack Obama.
Lo que mantiene unido al Partido Republicano son dos obsesiones que comparten la mayoría de sus miembros: de una parte, el odio hacia Obama, a quien no le concederán un solo triunfo, aun si con ello ponen en peligro medidas necesarias para la recuperación económica; de la otra, su convicción sobre lo negativo que resulta ampliar la capacidad del gobierno para intervenir en la economía. Para los republicanos, el culpable de los graves problemas que atraviesa la economía de Estados Unidos es el gasto gubernamental, el despilfarro que supone, entre otras cosas, invertir en programas que pretenden sustituir lo que sólo se logra a través del esfuerzo individual. Nada perturba más a los conservadores que el empeño en proteger a “los otros”, las minorías negras, latinas o de grupos blancos al borde de la pobreza. Para ellos, la defensa de América es proteger el sueño americano, que se hace realidad en los suburbios bien cuidados, poblados por una clase media alta, de preferencia blanca y practicante de alguna religión cristiana, libre de inmigrantes indeseables, de homosexuales o transexuales.
La radicalización hacia la derecha del Partido Republicano ha colocado en una situación muy difícil a un líder que, como Barack Obama, había colocado la conciliación, la superación de la división entre demócratas y republicanos, como uno de los grandes objetivos de su gestión. Así llegó a la Casa Blanca y en ello se empeñó, sin ningún éxito, a lo largo de varias batallas. Ahora la situación ha cambiado. Algo quedó en el discurso reciente de su retórica bipartidista. Sin embargo, el énfasis ya es otro. No se gana la reelección si la posición no es más drástica en contra de quienes no creen que la acción del gobierno es urgente para salir de la grave situación económica que persiste en Estados Unidos.
El discurso, considerado por todos los analistas como un documento en que se trazan las líneas para una batalla electoral y de acción gubernamental, abordó casi todos los puntos imaginables para dicha acción: educación, creación de empleo, política fiscal redistributiva, energía, desarrollo sustentable, entre otros.
Los temas que mayormente llamaron la atención fueron las críticas a los políticos decididos a defender recortes de impuestos para los ricos y a oponerse a las regulaciones financieras. Se pronunció por una política que permita asegurar que los millonarios paguen, al menos, 30% de impuestos, y de ninguna manera menos que la clase media. “Lo pueden llamar guerra de clases –señaló–, pero pedir a un billonario pagar al menos tanto como su secretaria es sentido común”.
Es difícil creer que partiendo de posiciones tan divergentes habrá alguna iniciativa bipartidista este año. Lo más probable es que discusiones interminables mantengan al Congreso sin tomar decisiones. Por el contrario, la lucha será feroz en los enfrentamientos partidarios, y los esfuerzos para ampliar el financiamiento de uno y otros serán muy intensos.
Por lo pronto, es difícil vaticinar sobre el resultado de la contienda. En ello influirán muchos factores, entre los que sobresale el comportamiento de la economía. Lo que se puede afirmar es que la polarización no va a terminar y que la posibilidad de una política que supere las diferencias entre los partidos no tendrá lugar. Estados Unidos está por lo pronto condenado a vivir dominado por las profundas diferencias que separan a su sociedad. Las consecuencias para su papel como líder mundial están por verse.

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