JOSÉ WOLDENBERG
En la temporada electoral los partidos y los candidatos asumen un papel central. No puede ser de otra manera. Al conocerse el elenco toman el lugar de las estrellas. Tras ellos, como en el cine, aparecen los actores secundarios, de reparto y hasta los extras, pero nadie les puede ni debe hacer sombra. Las estructuras, las redes de relaciones, la organización de los partidos son el basamento sobre el cual se realizan las campañas. Y los candidatos son algo más que el rostro reconocible de las diferentes opciones, se convierten en la encarnación de los diagnósticos y programas de sus organizaciones, y representan las esperanzas y fobias del "respetable". Entre ambos -partidos y candidatos- escriben buena parte del argumento, los giros de la historia e incluso los momentos chuscos del melodrama. De tal suerte que decir que de ellos depende, en primer lugar, la calidad de la contienda, es un descubrimiento como el del agua tibia.
Pero las campañas no transcurren en el vacío. El escenario es lo suficientemente grande como para que los partidos y los candidatos se encuentren solos en él. Hay muchos otros actores con intereses, proyectos, aversiones, delirios, que quieren ser parte de la trama. Y que se mueven de manera pública o soterrada para hacer avanzar sus ambiciones. Así es y así debe ser. De tal manera que las campañas son modeladas por los competidores, pero resulta importante observar qué tanto éstos tienen que responder a las exigencias y anhelos de la sociedad en la que hacen política y a la que quieren representar.
Mucho hemos idealizado a la llamada sociedad civil, que si mal no entiendo no es otra cosa que la sociedad organizada. Un término que corrió con éxito luego del temblor que literalmente cimbró a la capital en 1985, pero que cuando uno realmente se acerca a ella lo que observa es un déficit enorme, precisamente, de organización. La inmensa mayoría de las personas no participa en asociación alguna y las agrupaciones existentes son escasas. Contamos con una sociedad civil epidérmica, desigual e incluso polarizada en cuanto a poder. Contra los cánticos recurrentes para elogiarla e incluso sacralizarla, en México la participación ciudadana en los asuntos de todos es precaria e intermitente.
Cierto, hubo una vigorosa ola asociacionista en los últimos lustros. Junto a las organizaciones tradicionales -obreras, agrarias, empresariales-, aparecieron importantes formaciones en defensa de los derechos humanos, el medio ambiente y los recursos naturales, el voto y la transparencia, feministas, gays, de colonos y vecinos, y súmele usted, que presagiaban un robustecimiento de la sociedad organizada. Pero los adjetivos colocados en el párrafo anterior no creo que sean caprichosos: sigue siendo epidérmica, porque solo una minoría de los ciudadanos participa de manera sistemática en la "cosa pública" o siquiera se interesa por algún tema de la misma; más bien, la inmensa mayoría se recluye en sus asuntos, construye fortalezas para su vida privada, y deja a otros participar en los temas que supuestamente son de todos. Es desigual, porque mientras algunos "sectores" se encuentran muy bien organizados, otros carecen por completo de voz. Lo que la hace también polarizada, ya que los intereses de unos gravitan con mucho más fuerza que los que ni siquiera aparecen en el radar.
Pues bien, la calidad de las campañas también depende de ello. Si existe una sociedad civil fuerte, demandante, capaz de colocar sobre la mesa sus iniciativas y preocupaciones, la contienda transcurrirá en un contexto de exigencia superior; los políticos y los partidos no solo no le podrán dar la espalda sino que se verán obligados a tender puentes de comunicación con ella. Si por el contrario eso que llamamos sociedad civil resulta débil, floja, pequeña; si sus intereses y propuestas no ven la luz del día, si no encarna en asociaciones robustas y activas; los partidos y los candidatos podrán actuar con mucho mayores grados de libertad. De tal suerte que la calidad de la lucha electoral depende también de la fortaleza y el grado de sofisticación de eso que a falta de mejor nombre seguimos llamando sociedad civil.
Entonces, en efecto, hay de campañas a campañas. Mientras en algunas los diagnósticos y las propuestas, los intentos por dotar de sentido al ahora y al futuro inmediato, llenan (o casi) el espacio público; en otras, puede darse un vaciamiento de contenidos, que tienda a convertirlas en una feria de ocurrencias, jingles, sonrisas, discursos huecos. Cierto, las estrellas son las primeras responsables de la calidad del espectáculo, pero el resto, la sociedad que observa, da la espalda o participa, se organiza o no, vota o se abstiene, algo explica de la peculiaridad de la función. O como escribió Fernando Escalante comprimiendo a Migdal: "el Estado es parte de la sociedad, y no una entidad separada, distinta, con lógica propia". Una idea elemental, pero fundamental. (Joel S. Migdal. Estados débiles, Estados fuertes. FCE).
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