MARÍA DEL CARMEN ALANÍS
Hace dos días cumplió sus primeros 95 años nuestra Constitución. Para algunos, su avanzada edad o bien las evidentes diferencias entre el México actual y el de 1917 podrían ser razones suficientes para pensar en la necesidad de sustituirla por una nueva Ley Suprema. Difiero de ese planteamiento por varias razones.
Primero, la historia del constitucionalismo moderno ha probado que la edad de las constituciones no lleva automáticamente a su pérdida de efectividad. Leyes fundamentales tan añejas como la estadounidense (1789), la noruega (1814) o la holandesa (1815) muestran que es posible mantener su vigencia a pesar del paso del tiempo.
Segundo, porque la Constitución mexicana de 1917 logró captar la esencia nacional contenida en ordenamientos previos. Ayer, por ejemplo, comenzaron las conmemoraciones del bicentenario de la Constitución de Cádiz (1812), antecedente remoto de nuestra Ley Suprema, de la cual provienen aspectos como la división tripartita de poderes, la obligación de informar periódicamente a los gobernados o inclusive la posibilidad de interponer quejas ante las mesas directivas de casilla por una irregularidad electoral.
Constituciones posteriores irían aportando nuevos elementos al proyecto nacional, destacando en forma marcada las nociones federalistas de la Constitución de 1824, los componentes liberales de la de 1857 o bien las instituciones sociales aportadas por los constituyentes de 1917.
Tercero, porque la Constitución vigente refleja consensos nacionales. Es un elemento definitorio de nuestra “mexicanidad” y un reflejo inequívoco del proyecto de nación al que aspiramos.
Cuarto, porque a lo largo de los años la Ley Suprema se ha ido adecuando a la realidad de cada momento. Este dinamismo ha dado eficacia a la materialización de las reformas, pues se ha conseguido a pesar de la rigidez que supone un diseño constitucional que requiere de mayorías calificadas para modificar la Ley Fundamental.
Un ejemplo de ese dinamismo está dado por el componente democrático que hoy contiene la Constitución. Quienes se sorprenden por la forma tan meticulosa en que nuestra Ley Fundamental plantea aspectos de vanguardia, como la independencia de las instituciones electorales, el modelo de comunicación política, el régimen de financiamiento a partidos o la existencia de un sistema de medios de impugnación en materia electoral, difícilmente podrían adivinar que en la versión de 1917 el elemento democrático era apenas un embrión.
Cabe recordar que en la versión original de la Constitución estaban prácticamente cerrados los espacios para la representación de las minorías; no se reconocían derechos ciudadanos plenos a las mujeres y no se establecían instituciones con atribuciones suficientes para garantizar el ejercicio de los derechos políticos.
En efecto, esas carencias originales se fueron subsanando a través de múltiples reformas constitucionales que abrieron paso a mayores posibilidades de participación y a una más competitiva lucha por el poder político. No ha pasado una sola década sin reformas político-electorales, desde la promulgación de la Constitución de 1917.
Quinto, por la inyección de vitalidad que aportó la reforma constitucional del 10 de junio pasado, al señalar que todas las normas relativas a derechos humanos deben interpretarse a la luz de la propia Constitución y de los tratados internacionales. Como en su momento lo hicieren Bolivia, Colombia o Perú, esta disposición de gran trascendencia genera un “bloque de constitucionalidad” que implica armonizar la Ley Suprema mexicana con los tratados internacionales, con lo que se logra una protección mucho más eficaz de derechos fundamentales.
Ello, aunado a la obligación de elegir las interpretaciones legales que mejor protejan al titular de un derecho humano (principio pro personae), abona en dar un sentido de futuro a la Constitución.
En efecto, para mantenerse vigente, la Carta Magna debe seguir avanzando. Una posibilidad —quizá la que aparece en forma más clara— es hacia una mayor protección en el ejercicio de los derechos humanos de las personas y una mejor concreción de la democracia.
En ese sentido, podría considerarse —por citar sólo algunas posibilidades— la idea de ampliar aun más el espectro del juicio para la protección de los derechos político-electorales del ciudadano, para dotar al Estado de mayores instrumentos para la tutela de los derechos fundamentales de votar, de ser votado y de asociación.
También podría considerarse la posibilidad de generar acciones afirmativas que permitan el incremento de la participación de mujeres y otros grupos sociales en órganos decisionales, donde hoy apenas tienen una representación mínima.
Finalmente, podría valorarse la eventualidad de reconocer, en el ámbito político y electoral, la existencia de grupos sociales que pudieran ser afectados por decisiones jurisdiccionales y —en ese sentido— establecer la posibilidad de procesos (conocidos en la tradición inglesa como class action) que permitan escuchar los argumentos de los miembros del colectivo y, de ser el caso, generar beneficios para el grupo.
En todo caso, para mantener vigente la Constitución el requisito fundamental es mantener vivo el debate sobre el rumbo al que hemos de llevar al país.
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