ERMANNO VITALE
En un mundo dominado por la economía de mercado, y en particular en Europa, las guerras ya no se combaten en los campos de batalla. No es que haya dejado de haberlas, pero son marginales y sólo se producen cuando de lo que se trata es de ajustar las cuentas con y entre Estados ‘canallas’. Los demás Estados, los Estados ‘responsables’ aunque no por ello necesariamente democráticos, y el gran número de organismos internacionales y supranacionales existentes hablan sin cesar de colaboración y cooperación para la resolución de los problemas planetarios. Lo que nadie se explica es por qué, a pesar de tantos esfuerzos, los problemas planetarios no sólo no desaparecen, ni siquiera parcialmente, sino que no paran de agravarse.
Cabe la sospecha de que, tras el velo de las declaraciones oficiales, estén surgiendo nuevos tipos de conflicto ─ocultos bajo el disfraz de la cooperación y, por eso, más difíciles de identificar, pero cargados, al menos para los derrotados, de consecuencias sociales similares y, en cierto sentido, incluso peores que las que en otros tiempos traía la derrota en una guerra─ que escapan a nuestra mirada distraída. Las guerras del pasado ─suprema manifestación de la soberanía estatal, del poder político─ producían muerte y sufrimiento entre todos los contendientes, y además obligaban a los derrotados a cargar con pérdidas territoriales y resarcimientos por los daños de guerra, con el consiguiente drástico retroceso en el nivel de vida en parte de la población. Efectos similares son los que han producido en estos últimos treinta años las políticas neoliberales de ‘privatización del mundo’ y de ‘financiarización’ de la economía, las cuales, después de haber despertado en la población de los Estados más débiles la ilusión de lo fácil que habría podido ser el acceso a la riqueza y la felicidad consumista, se dedican ahora a ‘salvarlos’ imponiéndoles las ‘recetas’ del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, del Banco Central Europeo y de la Comisión Europea. En Europa, la quiebra efectiva de Grecia, donde están produciéndose ya numerosos casos de desnutrición infantil, así como las enormes dificultades de buena parte de los países miembros de la Unión amenazan con devolver nuestras sociedades al nivel de vida de los años de la segunda posguerra, antes de que la reconstrucción diera paso a eso que solemos llamar los ‘treinta años gloriosos’, cuando un imperioso y probablemente irrepetible impulso de crecimiento económico pudo conjugarse con políticas ‘socialdemócratas’ de redistribución de la riqueza.
Las constituciones de la segunda posguerra (o, en el caso español, la constitución posfranquista) fueron expresión y, en cierta medida, el punto de referencia y la brújula de sociedades que no sólo aspiraban a decir ‘nunca más’ a las dictaduras, sino que pretendían que el mercado y la iniciativa privada no persiguieran exclusivamente el beneficio, sobre todo cuando éste se produce a costa del interés colectivo e impide que se realicen las condiciones mínimas de igualdad en derechos fundamentales que deben estar en la base de una sociedad democrática. Las constituciones de aquel periodo, en las que se encuentra a mi juicio uno de los puntos más altos de civilización de todos los tiempos, nunca fueron una rémora para el progreso social y no se han convertido, de la noche a la mañana, en inútiles instrumentos pasados de moda, como quiere hacer creer el neoliberalismo dominante hoy en Europa y en el mundo. Frente a la erosión de sus elementos programáticos e incluso a la agresión que experimentan algunos de sus logros aparentemente consolidados en el ámbito nacional y supranacional, como he sugerido en Defenderse del poder. Por una resistencia constitucional, tomarse en serio el constitucionalismo de la segunda posguerra, con su énfasis en los derechos sociales como condición para la garantía de las libertades civiles y la participación política de los individuos, es la vía para resistir tanto a las formas de neoautoritarismo político, como a los ‘poderes salvajes’ del mercado, cada vez más penetrantes y agresivos. Y para resistir, en particular, a los encantos de ese mercado de la cultura y la información que, a través de los grandes medios de comunicación, impone como deseable ─como el mejor de los mundos posibles─ una sociedad caracterizada, cada vez más, por la existencia de enormes desigualdades materiales y una impresionante miseria moral, por la uniformidad cultural y la apatía política. Resistir a la homologación, en el plano cultural antes que político, y no resignarse a la inevitabilidad de un modelo de ‘desarrollo’ que está robándoles el futuro a nuestros hijos y que corre el riesgo de acabar abonando el terreno para nuevas y terribles guerras, es la condición para poder pensar, como seres libres y no como esclavos del mercado, en cómo retomar, con instrumentos que estén a la altura de las transformaciones históricas que están teniendo lugar en este momento, ese camino, hoy interrumpido, de progreso moral y civil hacia el que el constitucionalismo del siglo XX, heredero de la Ilustración, sigue todavía apuntando.
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