Mientras Obama avanza en su reforma financiera y asume con claridad su deber constitucional en materia migratoria, para enfrentar una agresiva reacción de buena parte de la opinión pública americana, su consejero económico para la recuperación, el célebre economista Paul Volcker, advierte que “el tiempo que tenían se agota” y que en el caldero económico estadunidense hierve la probabilidad nada lejana de otra explosión financiera que vuelva a postrar a la economía mundial. Esta es, hoy, la perspectiva del mundo, confirmada de varias maneras en la reunión del G-20 en Toronto, como dio buena cuenta de ello en estas páginas el embajador Navarrete.
Para nosotros, sin embargo, esas son noticias lejanas. En su road show por las capitales europeas, el secretario de Hacienda abundó en sus curiosas tesis sobre la fortaleza mexicana y su capacidad de pago, en tanto que por estas playas nadie pareció inmutarse ante las pésimas noticias pergeñadas en la OCDE sobre el estado real, presente y futuro del mercado laboral, donde deberían cocinarse las posibilidades materiales y sociales de una recuperación que puede, en efecto, haber empezado pero que no ha concluido de forma alguna. Todo es, en estos lares, política del “aquí no pasa ni pasará nada”, con unas elecciones precedidas de acontecimientos criminales ominosos que no impidieron que la justa electoral se llevara a cabo ni afectaron sensiblemente sus resultados.
Mientras haya elecciones habrá electores, podríamos decir para acompañar a quienes festinan la robustez del orden político erigido al calor de la transición votada a la que apostaron la mayoría de los actores políticos al fin del siglo XX, con la excepción destacada de Muñoz Ledo y algunos de sus asociados en el reclamo de una reforma estatal que le diera cauce y cuerpo a una ciudadanía que emergía tras largos años de forzado reposo. Precisamente por su juventud, esta ciudadanía no contaba con el mínimo caudal de experiencia que la dotara de la paciencia y la astucia necesarias para “vivir” una democracia cuya evolución dejaba intactas las estructuras de poder y lazos de dominio tejidos en duros años de crisis económica, ajuste financiero, pero también político, a las nuevas circunstancias del mundo global liberado del formato bipolar, pero no de las amenazas terroríficas que dicho formato había mantenido a buen recaudo.
Resulta difícil a estas alturas presumir de que pudimos hacerlo y estuvimos a la altura del portentoso cambio de piel y faz que sufrió el mundo en el último cuarto del siglo pasado. Sin duda se intentó, con el cambio estructural y la firma del TLCAN, darle al país mecanismos e instrumentos para acelerar su inscripción en lo que Bush I anunciara precipitadamente como un “nuevo orden mundial”. Pero los resultados están a la vista y sólo quienes sin la mínima sensibilidad e ilustración política veneran el estancamiento estabilizador en que México está metido desde hace lustros, pueden insistir en que una normalidad desastrosa como la actual es el horizonte aceptable para una sociedad crecientemente urbana, pobre y joven, donde las expectativas se hunden apenas aparecen y la política sirve para lo que se quiera, menos para alejar el temor y el miedo cotidianos de la mayoría a la inseguridad personal, la enfermedad y el hambre que acosa a millones de familias.
Cambiar este estado de cosas mediante la acción política pacífica reclamará de los mexicanos mucha organización y capacidad dirigente. A eso convoca de nuevo Andrés Manuel López Obrador, desde la legitimidad de su larga marcha por el pueblo y su país, y lo menos que puede hacerse es atender su llamado, someterlo a la crítica que se quiera, pero a la vez dejar atrás la rutina facilona de desdeñarlo por la simplificación de su análisis o la estridencia de sus juicios.
Para empezar, tendría que admitirse que el “peligro para México” estaba y está en otras partes; luego, asumir que, con los términos que se desee, el país sufre una archiconcentración del poder, la riqueza y el ingreso, en medio de una pobreza extensa y una desazón social mayúscula, y que algunos de sus beneficiarios se aprestan a impedir a como dé lugar que tal situación se altere aunque sea por micras en favor de los de abajo, que forman legiones debido precisamente a esa concentración insólita.
Lo planteado por López Obrador, y que, supongo, será debidamente desplegado en propuestas de programa el domingo entrante, constituye la primera entrega formal para iniciar una nueva política que desmonte esta normalidad asfixiante y ponga al Estado nacional de pie, a pesar de lo magullado y encogido que ha quedado después de tanta modernización epidérmica y, sí, pretendida y soberbiamente oligárquica. Como quiera que se la quiera ver, la arenga lopezobradorista está en el centro de nuestro aporreado orden del día.
Para nosotros, sin embargo, esas son noticias lejanas. En su road show por las capitales europeas, el secretario de Hacienda abundó en sus curiosas tesis sobre la fortaleza mexicana y su capacidad de pago, en tanto que por estas playas nadie pareció inmutarse ante las pésimas noticias pergeñadas en la OCDE sobre el estado real, presente y futuro del mercado laboral, donde deberían cocinarse las posibilidades materiales y sociales de una recuperación que puede, en efecto, haber empezado pero que no ha concluido de forma alguna. Todo es, en estos lares, política del “aquí no pasa ni pasará nada”, con unas elecciones precedidas de acontecimientos criminales ominosos que no impidieron que la justa electoral se llevara a cabo ni afectaron sensiblemente sus resultados.
Mientras haya elecciones habrá electores, podríamos decir para acompañar a quienes festinan la robustez del orden político erigido al calor de la transición votada a la que apostaron la mayoría de los actores políticos al fin del siglo XX, con la excepción destacada de Muñoz Ledo y algunos de sus asociados en el reclamo de una reforma estatal que le diera cauce y cuerpo a una ciudadanía que emergía tras largos años de forzado reposo. Precisamente por su juventud, esta ciudadanía no contaba con el mínimo caudal de experiencia que la dotara de la paciencia y la astucia necesarias para “vivir” una democracia cuya evolución dejaba intactas las estructuras de poder y lazos de dominio tejidos en duros años de crisis económica, ajuste financiero, pero también político, a las nuevas circunstancias del mundo global liberado del formato bipolar, pero no de las amenazas terroríficas que dicho formato había mantenido a buen recaudo.
Resulta difícil a estas alturas presumir de que pudimos hacerlo y estuvimos a la altura del portentoso cambio de piel y faz que sufrió el mundo en el último cuarto del siglo pasado. Sin duda se intentó, con el cambio estructural y la firma del TLCAN, darle al país mecanismos e instrumentos para acelerar su inscripción en lo que Bush I anunciara precipitadamente como un “nuevo orden mundial”. Pero los resultados están a la vista y sólo quienes sin la mínima sensibilidad e ilustración política veneran el estancamiento estabilizador en que México está metido desde hace lustros, pueden insistir en que una normalidad desastrosa como la actual es el horizonte aceptable para una sociedad crecientemente urbana, pobre y joven, donde las expectativas se hunden apenas aparecen y la política sirve para lo que se quiera, menos para alejar el temor y el miedo cotidianos de la mayoría a la inseguridad personal, la enfermedad y el hambre que acosa a millones de familias.
Cambiar este estado de cosas mediante la acción política pacífica reclamará de los mexicanos mucha organización y capacidad dirigente. A eso convoca de nuevo Andrés Manuel López Obrador, desde la legitimidad de su larga marcha por el pueblo y su país, y lo menos que puede hacerse es atender su llamado, someterlo a la crítica que se quiera, pero a la vez dejar atrás la rutina facilona de desdeñarlo por la simplificación de su análisis o la estridencia de sus juicios.
Para empezar, tendría que admitirse que el “peligro para México” estaba y está en otras partes; luego, asumir que, con los términos que se desee, el país sufre una archiconcentración del poder, la riqueza y el ingreso, en medio de una pobreza extensa y una desazón social mayúscula, y que algunos de sus beneficiarios se aprestan a impedir a como dé lugar que tal situación se altere aunque sea por micras en favor de los de abajo, que forman legiones debido precisamente a esa concentración insólita.
Lo planteado por López Obrador, y que, supongo, será debidamente desplegado en propuestas de programa el domingo entrante, constituye la primera entrega formal para iniciar una nueva política que desmonte esta normalidad asfixiante y ponga al Estado nacional de pie, a pesar de lo magullado y encogido que ha quedado después de tanta modernización epidérmica y, sí, pretendida y soberbiamente oligárquica. Como quiera que se la quiera ver, la arenga lopezobradorista está en el centro de nuestro aporreado orden del día.
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