martes, 20 de julio de 2010

LOS HIJOS DE LA MONCLOA

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

Las hazañas deportivas tienen diversas explicaciones, que no excluyen la genialidad y disciplina de los individuos, pero cuando son colectivas y consistentes evidencian niveles de progreso y organización social de los pueblos. Por ello las gestas olímpicas fueron el escaparate que exhibía las virtudes de los modelos económicos y políticos en pugna.
En el deporte profesional se conjugan numerosos factores, cuyo eje es empresarial, regulado de distintas maneras por los poderes públicos, que en los más exitosos acotan los monopolios y los abusos, mientras en los peores privilegian el lucro y la propaganda banal. Pero no hay alto desempeño posible que carezca de un sustrato de desarrollo igualitario y de raigambre identitaria.
La victoria del equipo español vino a refrendar una cadena de éxitos y se inscribe por tanto en el nivel de la categoría, más allá de la anécdota. Habla de una generación que se desenvolvió en condiciones propicias para su realización y, en esa medida, es testimonio irrefutable de un proceso exitoso: la transición democrática.
Ninguno de los jóvenes deportistas existía cuando terminó el franquismo. Todos crecieron en el seno de una España reconciliada, empeñada en olvidar los horrores —nunca enterrados— de la guerra civil y de la dictadura, en integrarse a Europa y a la modernidad, en transformar su economía, elevar los salarios e implantar el Estado de bienestar, promoviendo las libertades públicas y la cohesión social.
En ese sentido, puede llamárseles hijos de la Moncloa. Pactos que fueron suscritos en 1977, un año antes que naciera el jugador de mayor edad, Carles Puyol. Abrieron el camino a profundos cambios que ascendieron al país a la novena economía mundial —mediante la integración hacia dentro y hacia fuera— y permitieron la reducción drástica de los bolsones de miseria y atraso con el apoyo de fondos europeos, ahora concluidos.
España se incorporó a la Comunidad en 1986, poco antes que naciera el seleccionado más joven —Javi Martínez. La infancia y adolescencia del conjunto transcurrió en un clima de expansión y grandes inversiones en infraestructura, marcados por las Olimpíadas de Barcelona y la Feria Universal de Sevilla de 1992. Tiempos en que España multiplicó diez veces la matrícula superior y pasó de seis a 52 distritos universitarios, aceleradores la capilaridad social.
El deporte no es de izquierda ni de derecha. Pero las condensa en sus extremos: cuando es vehículo legítimo de reivindicaciones y aspiraciones populares o cuando se torna instrumento cínico del negocio y la manipulación. No podríamos soslayar el origen minero de Villa, campesino de Iniesta y ferrocarrilero de Xabi. Hijos casi todos de clases medias modestas que se beneficiaron de un salto histórico.
Tampoco el futbol podría sacralizar los regímenes políticos o los partidos gobernantes, ni disfrazar las controversias regionales. El triunfo no es obviamente de la monarquía, que está llegando al fin de un ciclo vital, con el riesgo de evaporarse. Es en mucho el fruto de un diseño socialista, pero no su pasaporte hacia el futuro. En el equipo, las tribunas y las plazas estuvieron presentes los componentes autonómicos felizmente combinados —pero no resueltos— en una denominación nacional.
No podríamos sensatamente entonar un himno a la hispanidad. Cuando el triunfo de Francia en 1998 se exaltó la diversidad étnica y la riqueza multicultural, para que al poco tiempo se evidenciaran las contradicciones raciales y la exclusión social. La adhesión de la periferia cultural es reflejo de antiguos lazos e identidades compartidas, pero no llega a disolver el sabor neocolonial de nuestros actuales vínculos con la metrópoli que contraataca.
Aunque pueda alegrarnos, la victoria de España no es la de México, que tuvo en el torneo el lugar que mereció. Es un llamado al inicio de un periodo virtuoso que nos devuelva la nación y mejore sustantivamente su ubicación en el mundo.

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