Hace algunos años, en una entrevista, le preguntaron a Daniel Bell, el autor de Las contradicciones culturales del capitalismo, si pensaba que las ciencias sociales tenían capacidad de predicción. Bell, de manera socarrona contestó: "sí, en los Estados Unidos habrá elecciones en 1992, 1996, 2000, 2004, 2008, 2012".
Cualquier ciudadano medio informado o quizá sub informado pudo haber contestado lo mismo, de tal suerte que estaríamos ante una predicción aparentemente anodina, ante una auténtica obviedad. Pero creo que tras la engañosa respuesta baladí había la consideración de que las elecciones regulares son -según el librito- una auténtica edificación civilizatoria, ya que representan la cúspide de un poderoso iceberg que permite la competencia entre diferentes proyectos de manera pacífica, participativa y ordenada; que desdramatiza la lucha por el poder convirtiendo a la violencia en un mecanismo espurio del quehacer político y que ofrece previsibilidad a la vida política. No es entonces poca cosa saber que las elecciones se llevarán a cabo en fechas predeterminadas.
En México llevamos casi un siglo de elecciones celebradas de manera regular. Pero no fue sino durante los últimos 15 años del siglo XX cuando se convirtieron en fórmulas competitivas. Desde entonces pasamos de comicios rituales sin verdadera competencia a elecciones dignas de tal nombre.
Ese fenómeno merece no ser minusvaluado, porque supone, como escribiera Manuel Alcántara (en Igor Vivero, coordinador. Democracia y reformas políticas en México y América Latina. Porrúa. México. 2010), un cierto grado de institucionalización de la vida política y una cierta previsibilidad de la misma. Y si a ello le sumamos que en nuestro país no existe fuerza política significativa, ni voces académicas o del periodismo ni organizaciones no gubernamentales que se atrevan siquiera a postular una vía diferente a la electoral para arribar a los cargos de gobierno y legislativos, podemos decir que la construcción de elecciones competidas parece ser un método que llegó para quedarse, que tiene un fuerte respaldo y al que hoy nadie se atreve a descalificar. O por lo menos eso espero.
No obstante, no hay institución que no se pueda desgastar ni rutina que no pueda erosionarse. Y los signos preocupantes que observamos en las campañas de las 14 elecciones que deben celebrarse el próximo domingo tienden a nublar las virtudes enunciadas.
La utilización de recursos públicos para ayudar desde los gobiernos a los correligionarios parece crecer sin freno efectivo. Aunque se trata de prácticas tipificadas como delitos se siguen desviando recursos materiales, financieros y humanos a las campañas de los "compañeros" de partido. Bajo las consignas de que todo se vale o el fin justifica los medios, funcionarios públicos de distintos niveles desvían recursos hacia las campañas. Al parecer, las nada despreciables sumas de dinero, tanto federal como estatal, que legítimamente reciben los partidos no les son suficientes porque en esta materia nunca habrá un techo razonable para los que no tienen medida.
Además, querer combatir prácticas ilegales con nuevas prácticas ilegales nos está envolviendo en una espiral de descomposición. Un ejemplo más que conocido y comentado: llevar a cabo interferencias y reproducciones de pláticas telefónicas para develar las corruptelas y conductas ilegales de los adversarios sólo conduce a un fortalecimiento de la ilegalidad y a una carrera por ver quién se atreve a realizar el mayor número de trapacerías.
Si a ello le sumamos campañas sin pedagogía, el círculo siniestro tiende a cerrarse. Entre el ruido de los pronunciamientos y la cobertura de los medios no logran abrirse espacios los diagnósticos y las propuestas de gobierno, los análisis e iniciativas de carácter legislativo, y lo único que aparece es la boruca de los dimes y diretes, las gracejadas de los publicistas y las frases hechas de los candidatos. Un torbellino de imágenes y fórmulas huecas se apodera del imaginario público y los perfiles y plataformas políticas brillan por su ausencia. El impacto pedagógico que supuestamente deben tener las contiendas electorales se evapora.
Y por último pero no al último, la violencia parece extenderse y contaminar el clima de las contiendas. El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas por el PRI, PVEM y Panal, Rodolfo Torre Cantú, es la expresión reciente más alarmante. A menos de una semana de los comicios, una banda atenta contra el aspirante que según las encuestas tenía las más altas posibilidades de salir triunfador. Su asesinato es lamentable pero además preocupante porque inyecta incertidumbre y temor. Y si a ello le sumamos las amenazas contra distintos candidatos (algunas cumplidas) y el miedo que se ensancha ante el despliegue de fuerza de los grupos delincuenciales el clima de las contiendas se vuelve ominoso.
Las elecciones competidas son una conquista. Preocupa su debilitamiento.
Cualquier ciudadano medio informado o quizá sub informado pudo haber contestado lo mismo, de tal suerte que estaríamos ante una predicción aparentemente anodina, ante una auténtica obviedad. Pero creo que tras la engañosa respuesta baladí había la consideración de que las elecciones regulares son -según el librito- una auténtica edificación civilizatoria, ya que representan la cúspide de un poderoso iceberg que permite la competencia entre diferentes proyectos de manera pacífica, participativa y ordenada; que desdramatiza la lucha por el poder convirtiendo a la violencia en un mecanismo espurio del quehacer político y que ofrece previsibilidad a la vida política. No es entonces poca cosa saber que las elecciones se llevarán a cabo en fechas predeterminadas.
En México llevamos casi un siglo de elecciones celebradas de manera regular. Pero no fue sino durante los últimos 15 años del siglo XX cuando se convirtieron en fórmulas competitivas. Desde entonces pasamos de comicios rituales sin verdadera competencia a elecciones dignas de tal nombre.
Ese fenómeno merece no ser minusvaluado, porque supone, como escribiera Manuel Alcántara (en Igor Vivero, coordinador. Democracia y reformas políticas en México y América Latina. Porrúa. México. 2010), un cierto grado de institucionalización de la vida política y una cierta previsibilidad de la misma. Y si a ello le sumamos que en nuestro país no existe fuerza política significativa, ni voces académicas o del periodismo ni organizaciones no gubernamentales que se atrevan siquiera a postular una vía diferente a la electoral para arribar a los cargos de gobierno y legislativos, podemos decir que la construcción de elecciones competidas parece ser un método que llegó para quedarse, que tiene un fuerte respaldo y al que hoy nadie se atreve a descalificar. O por lo menos eso espero.
No obstante, no hay institución que no se pueda desgastar ni rutina que no pueda erosionarse. Y los signos preocupantes que observamos en las campañas de las 14 elecciones que deben celebrarse el próximo domingo tienden a nublar las virtudes enunciadas.
La utilización de recursos públicos para ayudar desde los gobiernos a los correligionarios parece crecer sin freno efectivo. Aunque se trata de prácticas tipificadas como delitos se siguen desviando recursos materiales, financieros y humanos a las campañas de los "compañeros" de partido. Bajo las consignas de que todo se vale o el fin justifica los medios, funcionarios públicos de distintos niveles desvían recursos hacia las campañas. Al parecer, las nada despreciables sumas de dinero, tanto federal como estatal, que legítimamente reciben los partidos no les son suficientes porque en esta materia nunca habrá un techo razonable para los que no tienen medida.
Además, querer combatir prácticas ilegales con nuevas prácticas ilegales nos está envolviendo en una espiral de descomposición. Un ejemplo más que conocido y comentado: llevar a cabo interferencias y reproducciones de pláticas telefónicas para develar las corruptelas y conductas ilegales de los adversarios sólo conduce a un fortalecimiento de la ilegalidad y a una carrera por ver quién se atreve a realizar el mayor número de trapacerías.
Si a ello le sumamos campañas sin pedagogía, el círculo siniestro tiende a cerrarse. Entre el ruido de los pronunciamientos y la cobertura de los medios no logran abrirse espacios los diagnósticos y las propuestas de gobierno, los análisis e iniciativas de carácter legislativo, y lo único que aparece es la boruca de los dimes y diretes, las gracejadas de los publicistas y las frases hechas de los candidatos. Un torbellino de imágenes y fórmulas huecas se apodera del imaginario público y los perfiles y plataformas políticas brillan por su ausencia. El impacto pedagógico que supuestamente deben tener las contiendas electorales se evapora.
Y por último pero no al último, la violencia parece extenderse y contaminar el clima de las contiendas. El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas por el PRI, PVEM y Panal, Rodolfo Torre Cantú, es la expresión reciente más alarmante. A menos de una semana de los comicios, una banda atenta contra el aspirante que según las encuestas tenía las más altas posibilidades de salir triunfador. Su asesinato es lamentable pero además preocupante porque inyecta incertidumbre y temor. Y si a ello le sumamos las amenazas contra distintos candidatos (algunas cumplidas) y el miedo que se ensancha ante el despliegue de fuerza de los grupos delincuenciales el clima de las contiendas se vuelve ominoso.
Las elecciones competidas son una conquista. Preocupa su debilitamiento.
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