Durante el interrogatorio al que fue sometido por la Policía Federal, tras ser aprehendido en un operativo espectacular, Jesús Armando Acosta Guerrero, El 35, líder operativo de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez, explicó con todo detalle diversos instrumentos y momentos de la estrategia mediática con la que el grupo de sicarios que comandaba logra intimidar, asustar y dar a conocer “a todo mundo” su presencia criminal y la transmisión de sus mensajes.
“Es nada más buscar una pared y ya. Siempre hacemos una llamada anónima, diciendo que hay una narcopinta a los medios de comunicación para que se acerquen y tomen fotos”. Consigue a un chico de colonias populares y lo pone a buscar bardas: “Le digo que busque una pared, una pared blanca o donde se pueda escribir. Ya él se encarga de decirme en tales calles”.
Las narcopintas, explica El 35, se realizaban en un horario conveniente para que los medios tuvieran tiempo de ir a los lugares y que se transmitieran en horarios nocturnos, entre las 19:00 y las 21:00 horas. Se llama directamente a los canales locales de televisión y a los periódicos. “La intención es para que se dé cuenta todo mundo, se den cuenta todos los federales, o la corporación a la que se le esté amenazando”.
De acuerdo con esta estrategia de operación criminal con táctica mediática, es claro que la explosión del coche-bomba la semana pasada, con un saldo de cuatro personas muertas, en horarios que la podían captar las cámaras de televisión, tuvo como gran objetivo la difusión masiva de las imágenes del estallido y provocar el temor entre la ciudadanía, así como tratar de presionar a la autoridad para que cese la batalla en su contra y la persecución a sus líderes, como el mismísimo Acosta Guerrero. Y todos esos son elementos de tipo penal que en nuestro país define al terrorismo, que ligado a los fines del Cártel de Juárez se constituye en narcoterrorismo.
Todos los objetivos se alcanzaron, las imágenes fueron difundidas, el peritaje reveló que se usaron 10 kilogramos de explosivos, la ciudad vive en una cúspide de temor, angustia y desesperación, y han surgido nuevas narcopintas que los medios han atendido, donde advierten que seguirán los actos terroristas. Textualmente: “FBI y DEA, ponganse (sic) a investigar a las autoridades que le dan apoyo al cártel de Sinaloa, porque si no les vamos a poner carros bomba a esos federales. Si en 15 días no hay respuesta de detención de federales corruptos vamos a poner un carro con 100 kilos de C-4”.
No es momento de debatir, mucho menos tratar de rebatir, que la escalada violenta de las mafias del narcotráfico ha decidido recurrir de nueva cuenta a actos de concepción terrorista, como el que se perpetró con granadas lanzadas contra la población que asistía al grito de Independencia en el zócalo de la ciudad de Morelia, Michoacán, el 15 de septiembre de 2008.
Marcada esta nueva etapa como un momento muy similar al que vivió Colombia —indicador también del clima de desesperación de los cárteles, más que de éxito, o proclamación de su dominio absoluto—, es necesario dar paso a las extradiciones inmediatas y a la extinción de dominio de los bienes del crimen, pero no sólo a los que poseen directamente los capos, sino los que conforman realmente la red de lavado.
La extradición sí les genera a los capos del narco un desmantelamiento efectivo de sus redes criminales. Ni el sistema judicial ni el penitenciario mexicanos han sido garantía para cesar la operación desde los mismos penales de los delincuentes y sus acciones. Como bien lo han señalado varios expertos en derecho penal, el actual sistema garantista de la extradición ha servido para que los extraditables obstaculicen su entrega por varios años. Ahí está el caso grotesco, en Chihuahua, del Crispín Borunda, que tras diez años de proceso de extradición apenas se lo llevaron hace un mes a Estados Unidos.
Ha comenzado quizá la etapa más dura y compleja de la lucha contra el narcotráfico, y la resistencia de los cárteles, pero es posible que sea la final y definitiva. Lo fue en Colombia, que se selló el 2 de diciembre de 1993 con la caída de Pablo Escobar, abatido en Medellín. Sólo hay que seguir algunas de las lecciones de esa experiencia para que, en efecto, se dé la victoria del Estado sobre la delincuencia organizada.
“Es nada más buscar una pared y ya. Siempre hacemos una llamada anónima, diciendo que hay una narcopinta a los medios de comunicación para que se acerquen y tomen fotos”. Consigue a un chico de colonias populares y lo pone a buscar bardas: “Le digo que busque una pared, una pared blanca o donde se pueda escribir. Ya él se encarga de decirme en tales calles”.
Las narcopintas, explica El 35, se realizaban en un horario conveniente para que los medios tuvieran tiempo de ir a los lugares y que se transmitieran en horarios nocturnos, entre las 19:00 y las 21:00 horas. Se llama directamente a los canales locales de televisión y a los periódicos. “La intención es para que se dé cuenta todo mundo, se den cuenta todos los federales, o la corporación a la que se le esté amenazando”.
De acuerdo con esta estrategia de operación criminal con táctica mediática, es claro que la explosión del coche-bomba la semana pasada, con un saldo de cuatro personas muertas, en horarios que la podían captar las cámaras de televisión, tuvo como gran objetivo la difusión masiva de las imágenes del estallido y provocar el temor entre la ciudadanía, así como tratar de presionar a la autoridad para que cese la batalla en su contra y la persecución a sus líderes, como el mismísimo Acosta Guerrero. Y todos esos son elementos de tipo penal que en nuestro país define al terrorismo, que ligado a los fines del Cártel de Juárez se constituye en narcoterrorismo.
Todos los objetivos se alcanzaron, las imágenes fueron difundidas, el peritaje reveló que se usaron 10 kilogramos de explosivos, la ciudad vive en una cúspide de temor, angustia y desesperación, y han surgido nuevas narcopintas que los medios han atendido, donde advierten que seguirán los actos terroristas. Textualmente: “FBI y DEA, ponganse (sic) a investigar a las autoridades que le dan apoyo al cártel de Sinaloa, porque si no les vamos a poner carros bomba a esos federales. Si en 15 días no hay respuesta de detención de federales corruptos vamos a poner un carro con 100 kilos de C-4”.
No es momento de debatir, mucho menos tratar de rebatir, que la escalada violenta de las mafias del narcotráfico ha decidido recurrir de nueva cuenta a actos de concepción terrorista, como el que se perpetró con granadas lanzadas contra la población que asistía al grito de Independencia en el zócalo de la ciudad de Morelia, Michoacán, el 15 de septiembre de 2008.
Marcada esta nueva etapa como un momento muy similar al que vivió Colombia —indicador también del clima de desesperación de los cárteles, más que de éxito, o proclamación de su dominio absoluto—, es necesario dar paso a las extradiciones inmediatas y a la extinción de dominio de los bienes del crimen, pero no sólo a los que poseen directamente los capos, sino los que conforman realmente la red de lavado.
La extradición sí les genera a los capos del narco un desmantelamiento efectivo de sus redes criminales. Ni el sistema judicial ni el penitenciario mexicanos han sido garantía para cesar la operación desde los mismos penales de los delincuentes y sus acciones. Como bien lo han señalado varios expertos en derecho penal, el actual sistema garantista de la extradición ha servido para que los extraditables obstaculicen su entrega por varios años. Ahí está el caso grotesco, en Chihuahua, del Crispín Borunda, que tras diez años de proceso de extradición apenas se lo llevaron hace un mes a Estados Unidos.
Ha comenzado quizá la etapa más dura y compleja de la lucha contra el narcotráfico, y la resistencia de los cárteles, pero es posible que sea la final y definitiva. Lo fue en Colombia, que se selló el 2 de diciembre de 1993 con la caída de Pablo Escobar, abatido en Medellín. Sólo hay que seguir algunas de las lecciones de esa experiencia para que, en efecto, se dé la victoria del Estado sobre la delincuencia organizada.
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