miércoles, 7 de julio de 2010

LA HORA DE MÉXICO

ROLANDO CORDERA CAMPOS

Después de la reunión del G-20, las expectativas sobre el ritmo y calidad de la recuperación global se aplanan y no es aventurado hablar de nuevo del riesgo inminente de caer en una nueva gran recesión, antes de haber abandonado la presente. Para nosotros, empeñados en una senda estrecha de crecimiento mediocre dependiente de las exportaciones a un solo mercado, el escenario no puede ser más ominoso, aplastado por tendencias al estancamiento productivo, el abatimiento social fruto del mal empleo y la desintegración cívica acorralada por la violencia y la impunidad.
Festinar cifras adelantadas sobre la recuperación laboral no le va a servir al gobierno ni para llenar una urna el próximo domingo, pero sí puede tener efectos nefastos para la evaluación de una cuestión que se ha vuelto central para la supervivencia nacional. El futuro se teje a diario en el círculo alucinante trazado por la inseguridad y la desprotección sociales, a las que se une con toda su brutalidad la criminalidad que irrumpe en la política para acabar de devastarla.
¿Podemos plantearnos desde dentro de este endiablado teatro un cambio de rumbo? La Comisión Económica para América Latina (Cepal) no sólo dice que sí, sino que ese cambio es vital para asegurar la reproducción de las naciones y estados que forman la región latinoamericana, hace años bautizada con fortuna como el “Extremo Occidente” por el embajador Alán Rouquier.
La hora de la igualdad ha llegado como imperativo, nos propone la institución fundada por Prebisch, porque, en palabras de su actual secretaria ejecutiva, Alicia Bárcenas, es factible y necesario, urgente diría yo, crecer para igualar e igualar para crecer.
En síntesis: construir una nueva conversación entre acumulación y distribución, una fórmula de desarrollo que asuma con claridad las grandes restricciones de nuestro tiempo: la restricción democrática y la que proviene del cambio climático: un nuevo desarrollismo que desemboque en un desarrollo sustentable sin acorralar el crecimiento sostenido que reclaman la cuestión social acumulada y un cambio demográfico que no ha encontrado (hay quien dice que ya no encontró) una recepción satisfactoria en la economía política resultante del cambio estructural globalizador (hecho en clave neoliberal).
Combinar democracia con igualdad social supone un Estado cuya reforma, tal vez sería mejor decir refundación, es indispensable. Pero para emprenderla hay que recordar que ésta parece haberse convertido en una “brega de eternidad”, como se refería a su credo cívico el fundador de un partido ahora extinto. Para todo y para todos se ha esgrimido la reforma estatal, hasta caer en la reformitis zombi inaugurada por Fox y mantenida por su sucesor.
Reforma económica y política del Estado nacional ha habido, pero lo que ha estado ausente es una auténtica reforma social del Estado y tal vez de ahí venga nuestro extravío actual.
El saldo desalienta: estancamiento estabilizador, desempleo y, tal vez, “inempleo”, quema precoz del bono demográfico, federalismo salvaje, desprotección social mayoritaria e inseguridad generalizada, ¿fractura constitucional?, alternancia como restauración… o resignación.
Es fundamental entender la relación democracia-desigualdad como una ecuación inestable y desestabilizadora, que tiene que resolverse dinámicamente en positivo, en favor de la igualdad, como un requisito sine qua non para que la política produzca gobernabilidad basada en legitimidad. Hablamos aquí de una dimensión que trasciende la esfera económica y se asienta, por peso propio, no sólo en el campo de la política-electoral, la “política normal” de que hablara Ralph Dahrendorf, sino en lo que podríamos llamar una “política de Estado”, una “política constitucional”, cuya vigencia no puede establecerse de antemano. Es posible proponer, incluso, que una política articulada por el objetivo de la igualdad tiene que desplegarse y sustentarse en nuevas formas de cultura cívica y de ética pública para ser estable y duradera.
Para modular las tensiones entre economía y política que nos han depositado en este estancamiento demoledor, no se puede hoy hacer de lado la democracia. Debería ser claro, a la vez, que homologar la democracia con el mercado, vaciándola de contenido y criterios político-sociales, no se traduce en resultados eficientes en materia de conducción e impulso al desarrollo. Por esto y más, debería ser claro ya que la reforma democrática necesaria es del todo distante y distinta de la emanada del “decisionismo” que impera en el PRI, y en algunos exégetas y oficiosos de una restauración presidencialista.
La reforma política del Estado de fin de siglo desembocó en procesos impetuosos de colonización de los espacios del Estado por parte de viejos y nuevos poderes de hecho, y el vaciamiento resultante no sólo fue institucional sino de visión e ideología. El retraimiento estatal buscado por el cambio estructural neoliberal redujo proyectos e inversión públicos a su mínima expresión y devastó el inventario que quedaba de reflejos y resortes para pensar en y a largo plazo. Lo que se impuso fue la inercia y el presente continuo que da prioridad a las oportunidades y soslaya la búsqueda de objetivos.
En suma, para que la hora de la igualdad suene en México, es indispensable una recuperación valorativa que ponga en el centro objetivos de igualdad, equidad social y democracia, única manera racional de lidiar con las restricciones y acosos que son propios del proceso de globalización. Éste es el reto de fondo, para la sociedad y para el Estado.
A Sartre se le ha atribuido el dicho de que para que haya lucha de clases se requieren dos cosas: que haya clases y que luchen. Parafraseándolo, podríamos decir que para que haya políticas de Estado se requiere que haya Estado… y que haga política.

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