Fue exactamente el 26 de julio de 1940. Ese día concluía un viaje, tal vez una aventura, cuando el barco en que viajábamos, el Saint Domingue, ancló en Coatzacoalcos. Lo habíamos abordado en Martinica, donde nos dejó el Cuba, ambos de la Compañía Transatlántica Francesa, con el que iniciamos el viaje en Burdeos, huyendo de la inminente ocupación alemana de París. De París a Burdeos pudimos trasladarnos en el que seguramente fue el último tren que salió de París, que abordamos casi milagrosamente, porque la estación estaba repleta y gracias a nuestra diligencia pudimos ocupar un compartimento que nos recibió a toda la familia: papá y mamá, Paz, Odón, Jorge y yo. El viaje no dejó de ser agitado. Estando en Burdeos se produjo un bombardeo. La salida del barco se retrasó, y cuando finalmente iniciamos el viaje vivimos bajo la impresión de que podríamos encontrarnos con un submarino alemán de malas intenciones. La primera escala fue en Casablanca, donde se encontraba la flota francesa derrotada y no nos permitieron bajar al puerto. Después atravesamos el Atlántico protegidos por un cañoncito visible en la popa que parecía de juguete. Viajaban con nosotros alrededor de quinientos españoles provenientes de los campos de concentración. El destino formal era la República Dominicana, pero el señor Trujillo, dictador en turno, no nos dejó desembarcar. Los De Buen teníamos visados, pero mi padre no quiso abandonar a los demás. Algunos viajeros, en general judíos, se quedaron en Ciudad Trujillo, previo viaje breve en una lancha del barco al puerto. Iban a Estados Unidos. Pasamos por Santo Tomás, en las Islas Vírgenes, territorio estadunidense donde asistimos a la celebración del 4 de julio. De allí a la isla de Guadalupe, en donde la población, sustancialmente de color, nos hizo un recibimiento monumental. Seguimos después a Martinica, donde el Cuba terminaba su trayecto. Pero gracias al general Lázaro Cárdenas, en lugar de acabar en la Guayana francesa fuimos a dar a Puerto México, nombre que aparecía en las cartas de navegación y que se transformó en el indecible de Coatzacoalcos, cuando al llegar al puerto los funcionarios de Migración subieron al barco para documentarnos. La recepción no pudo ser más cordial. Con razón Eulalio Ferrer, quien viajaba con nosotros, denominó a Coatzacoalcos
el Puerto de la Esperanza. En unos enormes barrancones fueron hospedados los viajeros. Papá nos consiguió hotel, mejor para mamá, Pacita y Jorge, y un poco menos bueno para él, Odón y yo. Quince días después consiguió que un buque petrolero, el Cerro Azul, que abordamos en Nanchital, nos llevara a Veracruz. Otro pasajero nos preguntó si viajábamos a la ciudad de México. Al contestar Odón y yo que sí, nos dijo algo inolvidable:
Muchachos: cuando la terminen va a ser una ciudad maravillosa. Me temo que aún no la terminan.
Pasamos una noche en el puerto y al día siguiente, en un autobús ADO, viajamos al Distrito Federal.
Era otro México. Ya entrañable. La presidencia de Lázaro Cárdenas nos daba una impresión de plena seguridad. Entramos de inmediato al Instituto Luis Vives y allí empezó en México nuestra nueva aventura.
¡Valió la pena! Setenta años después, alejados de la guerra y de muchas cosas, hicimos una vida normal. El problema es que empieza a no ser tan normal.
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