La evaluación de las elecciones del domingo anterior no podía ser más dispar. Para unos fue el rescate del vigor ciudadano y de su capacidad para demoler caudillismos locales; para otros el colmo de la confusión ideológica y del pragmatismo exacerbado y para los más sagaces el comienzo de una guerra sin cuartel y sin pautas legales para apoderarse de los espacios políticos con rumbo al 2012. Pobre celebración del bicentenario que más parece confirmar el fin de una época que anunciar el advenimiento de otra nueva.
Los tiempos políticos se han precipitado. Convendría un diagnóstico sereno que permitiera adivinar su sentido. Lo más saliente es la “deconstrucción” de la normatividad electoral que habíamos impulsado durante quince años. Si se investigaran las violaciones al libre juego democrático cometidas en esta ocasión, muy probablemente resultarían mayores que las del 2006, porque fueron cometidas por casi todos los contendientes y a nadie parecen importarle.
Las relaciones entre los actores políticos están fracturadas y la competencia salvaje muy pronto dividirá entre ellos a los de cada bando, sin que tampoco medien estrategias ni reglas convenidas para dirimir las controversias internas. En ausencia de programas e identidades definidas, los comicios han sido el despliegue del sonido y la furia. Son elocuentes los vacíos constitucionales y la orfandad ideológica que dejó una transición catastrófica. La “espiral de descomposición”, como la llama Woldenberg.
El imperio de los poderes fácticos va en ascenso al punto que, cualesquiera que sean los ganadores formales, se verán fortalecidos. Es difícil concebir una salida pacífica a la crisis sin una sucesión de acuerdos políticos transparentes que restauren la legalidad electoral y sin reformas básicas que reordenen el funcionamiento de las instituciones. Es inescapable un nuevo consenso nacional sobre seguridad pública que haga posible el ejercicio interno y externo de la soberanía.
A pesar de que se pospuso la “postración de Calderón”, éste carece de la autonomía y la voluntad para convocar a un cambio verdadero. El Congreso ha entrado en parálisis cercana a la catalepsia. Una sola ley aprobada en lo que lleva la legislatura. Las cámaras se rebotan los proyectos porque las alianzas son distintas en cada una y todavía no aciertan a definir la agenda del próximo período. Exhibidos y rotos los acuerdos clandestinos, los ingresos fiscales y el presupuesto serán infértil campo de batalla.
Mueven a vergüenza las contiendas arqueológicas de gladiadores sobre un páramo de desposeídos. Quitar del poder al adversario no implica la democratización de la vida pública, sino la reafirmación contumaz de la feudalidad y la rotación de fueros y privilegios. Una suma de victorias electorales tampoco conduce a la movilización social que requiere la modificación del rumbo del país. Como en toda circunstancia grave es necesario explorar vías más radicales para trascender esta “era de estancamiento continuo”.
Así califica la situación nacional un excelente texto del Instituto de Estudios sobre la Transición Democrática. Describe los “efectos distorsionantes asociados” que determinan las últimas tres décadas: pobreza indisoluble, polarización social, migración masiva, multiplicación de la informalidad, cancelación de la movilidad social. En el trasfondo: la carencia de un “Estado social y democrático, garante de los derechos fundamentales de los mexicanos”. Sus propuestas: equidad y parlamentarismo.
Sugieren superar el modelo económico vigente y colocar en el centro el reparto del ingreso y un paradigma orientado a la justicia distributiva. En lo político, sostienen el imperativo de reemplazar el régimen presidencial por el parlamentario. Evitar el retroceso autoritario que representaría disminuir el contrapeso del Congreso e instaurar gobiernos de coalición inexplorados hasta ahora.
Reformas capitales que exigen abatir rutinas mentales y desafiar con determinación los intereses creados. No escapará a los autores que para emprender esos y otros cambios colaterales es menester un sacudimiento mayor de las conciencias que conduzca a un proceso constituyente y a una genuina refundación de la República.
Los tiempos políticos se han precipitado. Convendría un diagnóstico sereno que permitiera adivinar su sentido. Lo más saliente es la “deconstrucción” de la normatividad electoral que habíamos impulsado durante quince años. Si se investigaran las violaciones al libre juego democrático cometidas en esta ocasión, muy probablemente resultarían mayores que las del 2006, porque fueron cometidas por casi todos los contendientes y a nadie parecen importarle.
Las relaciones entre los actores políticos están fracturadas y la competencia salvaje muy pronto dividirá entre ellos a los de cada bando, sin que tampoco medien estrategias ni reglas convenidas para dirimir las controversias internas. En ausencia de programas e identidades definidas, los comicios han sido el despliegue del sonido y la furia. Son elocuentes los vacíos constitucionales y la orfandad ideológica que dejó una transición catastrófica. La “espiral de descomposición”, como la llama Woldenberg.
El imperio de los poderes fácticos va en ascenso al punto que, cualesquiera que sean los ganadores formales, se verán fortalecidos. Es difícil concebir una salida pacífica a la crisis sin una sucesión de acuerdos políticos transparentes que restauren la legalidad electoral y sin reformas básicas que reordenen el funcionamiento de las instituciones. Es inescapable un nuevo consenso nacional sobre seguridad pública que haga posible el ejercicio interno y externo de la soberanía.
A pesar de que se pospuso la “postración de Calderón”, éste carece de la autonomía y la voluntad para convocar a un cambio verdadero. El Congreso ha entrado en parálisis cercana a la catalepsia. Una sola ley aprobada en lo que lleva la legislatura. Las cámaras se rebotan los proyectos porque las alianzas son distintas en cada una y todavía no aciertan a definir la agenda del próximo período. Exhibidos y rotos los acuerdos clandestinos, los ingresos fiscales y el presupuesto serán infértil campo de batalla.
Mueven a vergüenza las contiendas arqueológicas de gladiadores sobre un páramo de desposeídos. Quitar del poder al adversario no implica la democratización de la vida pública, sino la reafirmación contumaz de la feudalidad y la rotación de fueros y privilegios. Una suma de victorias electorales tampoco conduce a la movilización social que requiere la modificación del rumbo del país. Como en toda circunstancia grave es necesario explorar vías más radicales para trascender esta “era de estancamiento continuo”.
Así califica la situación nacional un excelente texto del Instituto de Estudios sobre la Transición Democrática. Describe los “efectos distorsionantes asociados” que determinan las últimas tres décadas: pobreza indisoluble, polarización social, migración masiva, multiplicación de la informalidad, cancelación de la movilidad social. En el trasfondo: la carencia de un “Estado social y democrático, garante de los derechos fundamentales de los mexicanos”. Sus propuestas: equidad y parlamentarismo.
Sugieren superar el modelo económico vigente y colocar en el centro el reparto del ingreso y un paradigma orientado a la justicia distributiva. En lo político, sostienen el imperativo de reemplazar el régimen presidencial por el parlamentario. Evitar el retroceso autoritario que representaría disminuir el contrapeso del Congreso e instaurar gobiernos de coalición inexplorados hasta ahora.
Reformas capitales que exigen abatir rutinas mentales y desafiar con determinación los intereses creados. No escapará a los autores que para emprender esos y otros cambios colaterales es menester un sacudimiento mayor de las conciencias que conduzca a un proceso constituyente y a una genuina refundación de la República.
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