Juan Marsé, que mucho sabe de nostalgias y de esperanzas truncas, decía que un héroe de guerra es sólo una sangrienta coincidencia. En realidad es más que únicamente eso. Un héroe de guerra es la muestra tanto de la incapacidad de los gobiernos para renunciar a la violencia y, al mismo tiempo, el ejercicio de la voluntad indómita de los individuos. Además, es mucho menos de lo que concede Marsé. Un héroe de guerra es un hombre situado en el peor momento, arrojado fuera del campo de sus decisiones y es, en el fondo algo que no debiera suceder. Esta compleja red de circunstancias y afirmaciones puede aplicarse también al asilado político. Una víctima de los peores errores de la política, un hombre enajenado de su voluntad y, al mismo tiempo, una manifestación del impulso feraz de sobrevivencia.
Es cierto que el siglo XX fue el del asilo político, pero también que, al final de aquel vapuleado tiempo, una serie de siniestras afirmaciones operaron en secuencia en contra de esta institución humanitaria. Para empezar, a finales de la década de 1980, el final de la historia, la muerte de las ideologías y la hegemonía de la democracia liberal, operaron como una aplanadora ideológica en la que no había más modelo que el dominante y, por lo tanto, desde su óptica, ya no había lugar a pensar en un futuro donde hubiera asilados políticos. Las guerras étnicas, el retorno de los nacionalismos y la crisis de las derechas echaron abajo las ideas de Thatcher, Fukuyama y Reagan.
Para 2001, con el atentado en Nueva York y el inicio de la guerra al terrorismo, los gobiernos de muchos lugares, a veces para solucionar sus propios problemas internos aun lejanos al terrorismo, quisieron acabar con el derecho de asilo como una medida más de su totalitarismo encubierto y, sin embargo, en su euforia paranoica, quedó de manifiesto que el derecho de asilo está relacionado tanto con la naturaleza de la vida política como también con la naturaleza humana.
La situación actual en Cuba es una manifestación de la vigencia de este derecho que es nuestra obligación defender. Cuba ha accedido a dejar salir de su territorio a 52 de los miembros del grupo de los 75: hace unos días, 11 de ellos, con sus familiares, para un total de 33 personas, fueron recibidos en España en un asilo político irregular que el gobierno ibérico ha llamado migración. El nombre importa y habría que vencer el temor a llamar a las cosas por su nombre, aunque en este caso juegue el deseo de España por no enrarecer el ya agitado panorama internacional. Pero importa más el hecho.
Si Cuba transita o no a una democracia, si su gobierno endurece o no su comportamiento en materia de derechos humanos, es un asunto que sólo los cubanos habrán de resolver, pero mientras haya sujetos perseguidos cuya sobrevivencia y libertad dependan de la protección que la comunidad internacional pueda ofrecerles, el derecho de asilo seguirá estando vigente.
Hoy quedan en el mundo muchos lugares de tensión que derivan en situaciones que pueden originar peticiones de asilo político.
Están la región de Cachemira entre India y China; Kazajastán y el Cáucaso en la antes Unión Soviética; el norte de México en tensión por la guerra del narcotráfico y, desde luego, el Oriente Medio, por sólo citar algunos, son muestras de que la principal preocupación mundial es, y seguirá siendo mucho tiempo, que no nos enfrentemos en la penosa coincidencia de ser héroes de guerra o asilados políticos
Es cierto que el siglo XX fue el del asilo político, pero también que, al final de aquel vapuleado tiempo, una serie de siniestras afirmaciones operaron en secuencia en contra de esta institución humanitaria. Para empezar, a finales de la década de 1980, el final de la historia, la muerte de las ideologías y la hegemonía de la democracia liberal, operaron como una aplanadora ideológica en la que no había más modelo que el dominante y, por lo tanto, desde su óptica, ya no había lugar a pensar en un futuro donde hubiera asilados políticos. Las guerras étnicas, el retorno de los nacionalismos y la crisis de las derechas echaron abajo las ideas de Thatcher, Fukuyama y Reagan.
Para 2001, con el atentado en Nueva York y el inicio de la guerra al terrorismo, los gobiernos de muchos lugares, a veces para solucionar sus propios problemas internos aun lejanos al terrorismo, quisieron acabar con el derecho de asilo como una medida más de su totalitarismo encubierto y, sin embargo, en su euforia paranoica, quedó de manifiesto que el derecho de asilo está relacionado tanto con la naturaleza de la vida política como también con la naturaleza humana.
La situación actual en Cuba es una manifestación de la vigencia de este derecho que es nuestra obligación defender. Cuba ha accedido a dejar salir de su territorio a 52 de los miembros del grupo de los 75: hace unos días, 11 de ellos, con sus familiares, para un total de 33 personas, fueron recibidos en España en un asilo político irregular que el gobierno ibérico ha llamado migración. El nombre importa y habría que vencer el temor a llamar a las cosas por su nombre, aunque en este caso juegue el deseo de España por no enrarecer el ya agitado panorama internacional. Pero importa más el hecho.
Si Cuba transita o no a una democracia, si su gobierno endurece o no su comportamiento en materia de derechos humanos, es un asunto que sólo los cubanos habrán de resolver, pero mientras haya sujetos perseguidos cuya sobrevivencia y libertad dependan de la protección que la comunidad internacional pueda ofrecerles, el derecho de asilo seguirá estando vigente.
Hoy quedan en el mundo muchos lugares de tensión que derivan en situaciones que pueden originar peticiones de asilo político.
Están la región de Cachemira entre India y China; Kazajastán y el Cáucaso en la antes Unión Soviética; el norte de México en tensión por la guerra del narcotráfico y, desde luego, el Oriente Medio, por sólo citar algunos, son muestras de que la principal preocupación mundial es, y seguirá siendo mucho tiempo, que no nos enfrentemos en la penosa coincidencia de ser héroes de guerra o asilados políticos
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