jueves, 8 de julio de 2010

¿LA ÚLTIMA PALABRA?

RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS

Se aproxima el "Día del Abogado", el lunes 12, y no es un vano empeño definir la verdadera función, individual y social, del abogado. En Derecho no hay una última palabra, siempre se trata de la penúltima porque la "cosa juzgada" es invariablemente relativa. La sentencia que se llama definitiva es el resultado de una imperiosa necesidad temporal. Nada más. O sea, los asuntos judiciales han de tener un fin, una solución o conclusión, y en este sentido, sólo en éste, yo entiendo el principio de que la justicia tardía es injusticia. El Derecho es lucha, confrontación, defensa. Lucha de ideas, de argumentos, de razonamientos. Confrontación de ellos, buscando la Justicia y defendiendo intereses legítimos. Tarea nobilísima del abogado, del auténtico abogado, en una sociedad que anhele la paz, la concordia y la felicidad. El abogado tiene el deber de buscar hasta el límite de su capacidad y de sus fuerzas todas las soluciones posibles para su defensa, lo que implica conocimiento, cultura, imaginación y una acrisolada responsabilidad profesional. Pongo un ejemplo. Supongamos que en el máximo tribunal del país, en la Suprema Corte de Justicia, se dicta un fallo que aunque emitido por ella y en calidad de última instancia es notoriamente contrario a la letra y al espíritu de la Constitución. ¿Qué hacer? ¿Resignarse o buscar por todos los medios una salida, una solución? Por supuesto que ante la Corte ya no habría recurso que interponer. Repito: ¿resignarse, cruzarse de brazos, someterse a la que líneas atrás llamé imperiosa necesidad temporal? Pero sépase que en la hipótesis la misma Constitución tiene instrumentos legales y jurídicos que, a pesar de no utilizarse con frecuencia por una y mil razones que muy poca relación guardan con el Derecho (escrúpulos pueriles, pusilanimidad, abyección), son un verdadero mecanismo de control constitucional, de autodefensa, digamos, de la propia Constitución. Me refiero en concreto y en el caso de México al juicio político regulado en el artículo 109 de la Carta Magna, que en lo conducente dice que se impondrán las sanciones de destitución del servidor público y de su inhabilitación para desempeñar funciones, empleos, cargos o comisiones de cualquier naturaleza en el mismo servicio público a los funcionarios señalados en el artículo 110, entre los cuales se hallan los ministros de la Suprema Corte, "cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho". ¿Y no es acaso incurrir en eso el dictar un fallo notoriamente contrario a la letra y al espíritu de la Constitución? Pero el abogado que invoque el juicio político se enfrentará a una opinión generalizada en la que se sostiene que lo que determina la Corte es la última palabra que se debe respetar y acatar. Es cierto en cuanto al fallo o resolución en sí pero no si tenemos en cuenta que a un ministro, en su condición de servidor público, se le puede exigir responsabilidad en la especie si ha actuado en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho. Desde luego la Cámara de Diputados, en los términos del referido artículo 110, ha de reunir el quórum necesario para que proceda a hacer la acusación respectiva ante la Cámara de Senadores que se erigirá en jurado de sentencia. Sin embargo lo que quiero resaltar es que la última palabra, insisto, es relativa en Derecho. Y en esto precisamente consiste la lucha por el Derecho. Tengo en mis manos una joya de la literatura jurídica, "La Lucha por el Derecho", de Rudolf von Ihering (Editorial Araujo, Buenos Aires, 1939), en traducción nada menos que de Adolfo Posada, el gran jurista y sociólogo español, y con prólogo de Leopoldo Alas, "Clarín", abogado, escritor, literato finísimo, también español y "luz de las tertulias madrileñas". "Pues bien -leo en el prólogo-: la lucha por el derecho tiene también este palenque inmenso de la regla positiva jurídica, la cual no es sólo la ley promulgada por un poder público, sino también la costumbre y aún más, el sentido general predominante, el sentimiento del derecho y las ideas recibidas por la generalidad como adecuadas a lo justo. Aquí hay ocasión de luchar contra el poder, contra la ignorancia, contra el vicio y muchas veces contra el crimen". Y más adelante leo las siguientes palabras en la introducción del capítulo primero de este formidable libro: "todo derecho, tanto el derecho de un pueblo, como el de un individuo, supone que están el individuo y el pueblo dispuestos a defenderlos. El derecho no es una idea de lógica, sino una idea de fuerza; he ahí por qué la Justicia, que sostiene en una mano la balanza donde pesa el derecho, sostiene en la otra la espada que sirve para hacerle efectivo".
Ahora bien, lo mismo el individuo que el pueblo tienen en la Constitución, en el último párrafo del artículo 109, un instrumento de defensa del Derecho: la acción popular. En efecto, el texto dice: "Cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión respecto de las conductas a las que se refiere el presente artículo". Juntemos balanza y espada, llegado el caso, para defender el Derecho y la Constitución porque la última palabra es siempre la penúltima. No hay última palabra si el abogado sabe urdir en el tejido fino de la imaginación y de la convicción jurídicas. Lo que pasa es que la mezquindad, la flojera, la apatía, se enseñorean de muchos bufetes jurídicos. El valor y la fuerza del Derecho deben estar regidos por la limpieza de espíritu; y cuando la hay, la lucha por la Justicia es entonces el único compromiso del abogado.

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