miércoles, 12 de enero de 2011

EL MINISTRO QUE FALTA

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

En las próximas semanas y por segunda ocasión, el Presidente deberá enviar al Senado una terna con sus propuestas para sustituir al fallecido ministro Gudiño Pelayo. Se trata de una decisión delicada y que sin duda incidirá en los equilibrios en el interior de la SCJN. De hecho, si bien algunas decisiones cruciales para su funcionamiento no se han visto comprometidas por su integración trunca, como la designación de su presidente, que ocurrió hace un par de semanas, y que recayó merecidamente en Juan Silva Meza (uno de los ministros más experimentados y comprometidos con la causa de los derechos y de la rendición de cuentas), sí hay varias decenas de asuntos cuya resolución ha tenido que posponerse ante los empates entre sus integrantes. El tema no es menor tampoco, si consideramos el papel que juega la Corte en el esquema de equilibrios políticos del país. En efecto, la reforma de 1994 al conferirle a la Suprema Corte la atribución de conocer y resolver, a través de las controversias constitucionales, los conflictos de competencia entre poderes públicos, y el poder de declarar la nulidad de leyes y otras normas generales por eventual inconstitucionalidad mediante las Acciones de Inconstitucionalidad, convirtió a ése órgano, para todos los efectos, en un Tribunal Constitucional. A partir de entonces, la SCJN se convirtió indudablemente en un auténtico árbitro de los conflictos políticos, y en el controlador último del poder en nuestro país. Ese carácter distintivo de la Corte supone, en consecuencia, que sus integrantes no deben ser representantes de intereses o de facciones, sino funcionarios imparciales que, por esa precisa y particular razón, están legitimados para resolver los eventuales diferendos sin prejuicios ni favoritismos políticos o ideológicos. El mecanismo de integración de la Corte fijado por el artículo 96 de la Constitución, según el cual el presidente de la república propone a candidatos mediante ternas, y el Senado designa a los ministros de entre aquellos con una mayoría calificada, responde a esa pretensión de imparcialidad y autonomía de los jueces tanto frente a los poderes, por un lado, pero también frente a alguna fuerza política determinada, por el otro. Por eso, una terna con dados cargados —como evidentemente ocurrió con las propuestas de candidatas que envió al Senado el presidente Calderón, en primera instancia, a fines de noviembre pasado— rompe peligrosamente con esa lógica. El panorama hoy es más delicado porque la propia Constitución establece que si la segunda terna enviada por el Ejecutivo es rechazada por la Cámara alta, será el mismo Presidente quien directamente designará de entre los que la integren al nuevo ministro. Si eso ocurriera, más allá del aspecto formal que supondría que la designación sería legal, estaríamos ante un delicadísimo escenario que podría traer consigo una merma en la legitimidad que debe revestir el trabajo de la Suprema Corte. El ministro así designado, lo sería sin el aval de uno de los dos poderes que deben intervenir en el nombramiento y, por supuesto, sin el consenso de las fuerzas políticas representadas en el Senado. Es obvio que esa disposición busca establecer una salida extrema frente al reiterado rechazo por parte del Senado (a mi juicio desafortunada por los incentivos perversos que genera), pero debería ser vista como una de esas cláusulas cuya aplicación debe evitarse a toda costa y, por supuesto, no debe ser provocada intencionalmente por el mismo Presidente. No debemos olvidar que la lógica de la coexistencia democrática supone que hay dos cosas en las que debe privilegiarse el acuerdo y el máximo consenso: las reglas esenciales sobre las que se funda la convivencia (las llamadas normas constitutivas del juego) y los árbitros encargados de vigilar su cumplimiento. Así, el escenario ideal para suplir la actual vacante (y las que ocurran en el futuro) sería no sólo el de una nueva terna integrada por candidatos reconocidos, respetados y calificados por sus aptitudes y trayectorias, sino además que la designación en el Senado ocurriera por una amplia mayoría o, de ser posible, por la unanimidad de sus integrantes. Sin embargo, ante la muy difundida lógica de ver a los nombramientos públicos desde la cortoplacista perspectiva del interés de parte, puede terminar por prevalecer la maña y el agandalle. Sería muy grave, pues de esa manera, sólo ahondaríamos la crisis de confianza y legitimidad y el proceso de deconstrucción institucional que hoy nos aqueja.

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