"Dos pasajeros en un compartimento de tren... Se han instalado cómodamente, han acaparado mesitas, colgadores y portaequipajes, han esparcido periódicos, abrigos y bolsos en los asientos vacíos. Poco después se abre la puerta y aparecen dos nuevos pasajeros. Los dos primeros no les dan la bienvenida. Dan claras muestras de disgusto antes de decidirse a recoger sus cosas, a compartir el espacio del portaequipaje, y a recluirse en sus asientos. Aun sin conocerse en absoluto, los dos pasajeros iniciales demuestran una sorprendente solidaridad mutua. Actúan como grupo establecido frente a los recién llegados, que están invadiendo su territorio. A cualquier nuevo pasajero lo consideran un intruso... Una concepción que escapa a toda explicación racional. Y que, sin embargo, está hondamente arraigada. Con todo... los recién llegados acaban siendo tolerados. Uno se acostumbra a ellos... Siguen estigmatizados, pero cada vez en menor grado...
"La puerta del compartimento se abre de nuevo para dar paso a dos pasajeros más. A partir de este momento varía el status de quienes los precedieron. Justo hasta ahora todavía eran intrusos, forasteros; pero en este instante se han convertido en aborígenes. Ya forman parte del clan de los sedentarios, de los propietarios del compartimento, y, como tales, hacen uso de todos sus privilegios que creen que les corresponden. Resulta paradójica la defensa de un territorio 'ancestral' que apenas acaban de ocupar; notable la falta de cualquier empatía para con los recién llegados, quienes se ven enfrentados al mismo rechazo y que tienen por delante la misma difícil ceremonia de iniciación a la que tuvieron que someterse sus predecesores; sorprendente el rápido olvido con el que cada cual oculta y niega su propia procedencia".
H. M. Enzensberger (La gran migración. Anagrama. 1992) utilizó ese relato para ilustrar la reacción de los "nativos" ante las olas migratorias. Olas crecientes en todo el orbe, no sólo porque los medios de transportación las hacen cada vez más sencillas, sino sobre todo por las abismales asimetrías entre países que ofrecen condiciones de vida y trabajo marcadamente desiguales. A fin de cuentas "nadie emigra sin que medie el reclamo de alguna promesa". En un buen número de casos no estamos ante poblaciones originales de los territorios, sino de migrantes primeros que reaccionan con recelo, animadversión y hasta beligerancia contra los migrantes nuevos. El caso paradigmático quizá sea el de Estados Unidos. Un país forjado por sucesivas ondas migratorias, que le ha dado una configuración cosmopolita y diversa, en el que hoy se activan todo tipo de resortes chovinistas para mantener a salvo el territorio de la invasión de los "indeseables". (Nosotros no hacemos malas migas. Basta ver la recepción que damos a los migrantes centroamericanos).
Hace apenas unas semanas, y luego de haber sido aprobada por la Cámara de Diputados, fue rechazada por el Senado (faltaron sólo 5 votos), una iniciativa del presidente Obama para que los hijos de migrantes indocumentados que estuvieran en el Ejército por lo menos dos años o que se encontraran cursando la educación universitaria pudieran obtener la ciudadanía norteamericana. Se trata, en la mayoría de los casos, de jóvenes que han hecho su vida en Estados Unidos, que en muchos casos no hablan más que inglés, y que se encuentran integrados a la cotidianidad del vecino país. Y sin embargo, no podrán obtener la nacionalidad.
Y ahora, a pesar de que la Constitución estadounidense establece que todos los nacidos en ese territorio deben ser considerados norteamericanos, aparece una corriente de opinión dentro del Partido Republicano con la pretensión de que los hijos de los migrantes no sean reconocidos como ciudadanos plenos. Legisladores de varios estados preparan una iniciativa para modificar la Enmienda constitucional que concede la ciudadanía automática a toda persona que nace en territorio de Estados Unidos. Estos legisladores, con una imaginación digna de mejores causas, quieren cerrarle el paso a lo que llaman "bebés ancla", es decir, a la presunción de que mujeres embarazadas pasan la frontera para lograr que sus hijos nazcan allá y automáticamente reciben la nacionalidad norteamericana (Reforma, 6 de enero de 2011). Los primeros pasajeros del tren ven con reservas a quienes se están subiendo ahora al vagón.
Las migraciones, cuando resultan masivas, siempre generan reacciones defensivas de las comunidades "invadidas". La puesta en marcha de discursos cuyo eje son el "nosotros" y los "otros" invariablemente porta una carga preocupante para los más débiles. Pero precisamente porque existen esas pulsiones el dique que debe reforzarse es el del respeto a los derechos humanos de los migrantes, máxime cuando ya existe una legislación que les ofrece algunas garantías como es el caso de los niños nacidos en el territorio de recepción que constitucionalmente deben ser reconocidos como nacionales.
"La puerta del compartimento se abre de nuevo para dar paso a dos pasajeros más. A partir de este momento varía el status de quienes los precedieron. Justo hasta ahora todavía eran intrusos, forasteros; pero en este instante se han convertido en aborígenes. Ya forman parte del clan de los sedentarios, de los propietarios del compartimento, y, como tales, hacen uso de todos sus privilegios que creen que les corresponden. Resulta paradójica la defensa de un territorio 'ancestral' que apenas acaban de ocupar; notable la falta de cualquier empatía para con los recién llegados, quienes se ven enfrentados al mismo rechazo y que tienen por delante la misma difícil ceremonia de iniciación a la que tuvieron que someterse sus predecesores; sorprendente el rápido olvido con el que cada cual oculta y niega su propia procedencia".
H. M. Enzensberger (La gran migración. Anagrama. 1992) utilizó ese relato para ilustrar la reacción de los "nativos" ante las olas migratorias. Olas crecientes en todo el orbe, no sólo porque los medios de transportación las hacen cada vez más sencillas, sino sobre todo por las abismales asimetrías entre países que ofrecen condiciones de vida y trabajo marcadamente desiguales. A fin de cuentas "nadie emigra sin que medie el reclamo de alguna promesa". En un buen número de casos no estamos ante poblaciones originales de los territorios, sino de migrantes primeros que reaccionan con recelo, animadversión y hasta beligerancia contra los migrantes nuevos. El caso paradigmático quizá sea el de Estados Unidos. Un país forjado por sucesivas ondas migratorias, que le ha dado una configuración cosmopolita y diversa, en el que hoy se activan todo tipo de resortes chovinistas para mantener a salvo el territorio de la invasión de los "indeseables". (Nosotros no hacemos malas migas. Basta ver la recepción que damos a los migrantes centroamericanos).
Hace apenas unas semanas, y luego de haber sido aprobada por la Cámara de Diputados, fue rechazada por el Senado (faltaron sólo 5 votos), una iniciativa del presidente Obama para que los hijos de migrantes indocumentados que estuvieran en el Ejército por lo menos dos años o que se encontraran cursando la educación universitaria pudieran obtener la ciudadanía norteamericana. Se trata, en la mayoría de los casos, de jóvenes que han hecho su vida en Estados Unidos, que en muchos casos no hablan más que inglés, y que se encuentran integrados a la cotidianidad del vecino país. Y sin embargo, no podrán obtener la nacionalidad.
Y ahora, a pesar de que la Constitución estadounidense establece que todos los nacidos en ese territorio deben ser considerados norteamericanos, aparece una corriente de opinión dentro del Partido Republicano con la pretensión de que los hijos de los migrantes no sean reconocidos como ciudadanos plenos. Legisladores de varios estados preparan una iniciativa para modificar la Enmienda constitucional que concede la ciudadanía automática a toda persona que nace en territorio de Estados Unidos. Estos legisladores, con una imaginación digna de mejores causas, quieren cerrarle el paso a lo que llaman "bebés ancla", es decir, a la presunción de que mujeres embarazadas pasan la frontera para lograr que sus hijos nazcan allá y automáticamente reciben la nacionalidad norteamericana (Reforma, 6 de enero de 2011). Los primeros pasajeros del tren ven con reservas a quienes se están subiendo ahora al vagón.
Las migraciones, cuando resultan masivas, siempre generan reacciones defensivas de las comunidades "invadidas". La puesta en marcha de discursos cuyo eje son el "nosotros" y los "otros" invariablemente porta una carga preocupante para los más débiles. Pero precisamente porque existen esas pulsiones el dique que debe reforzarse es el del respeto a los derechos humanos de los migrantes, máxime cuando ya existe una legislación que les ofrece algunas garantías como es el caso de los niños nacidos en el territorio de recepción que constitucionalmente deben ser reconocidos como nacionales.
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