A propósito de los amparos en contra de la reforma electoral se han dicho muchas cosas. Para mí se trata de uno de los litigios más complejos del México democrático. Sin exageración y sin retórica. Sobre todo porque, aunque los alegatos son jurídicos, encierra dilemas políticos. O, desde otra perspectiva, se trata de un asunto político que transita por vericuetos legales. Y la relevancia, en ambas caras dimensiones, es mayúscula. Lo que está en juego es la identificación de cuál es el máximo poder en el sistema constitucional mexicano: ¿los órganos de representación popular o la Suprema Corte de Justicia (SCJN)? Por el momento, en esta coyuntura, la SCJN tiene ventaja porque los ministros están por definir una cuestión fundamental: si dicho tribunal supremo es competente para revisar el contenido de las reformas constitucionales aprobadas por los órganos legislativos. La Constitución —diga lo que diga el proyecto del ministro José Ramón Cossío— no le concede a la SCJN expresamente dicha facultad por lo que, en buena lógica y si nos atenemos al principio de legalidad, no cuenta con ella. Pero los ministros podrían concluir lo contrario. En otros países las reglas son diferentes y las constituciones establecen límites materiales a las eventuales reformas y le otorgan al tribunal constitucional la tarea de garantizar que sean respetados. Eso es cierto, es interesante e incluso puede ser un ejemplo a seguir pero, en México, en la actualidad, no existen normas constitucionales intangibles. No las hay, de nueva cuenta, si nos atenemos al texto de la Constitución. Por lo mismo, si los ministros deciden sostener lo contrario, tendrán que buscar los argumentos para sustentar su conclusión en otra parte. Eso es lo que le han solicitado a la SCJN un grupo de intelectuales, algunas organizaciones empresariales y, por supuesto, esa es la línea de argumentación que aplauden las televisoras. No verlo y no decirlo sería irresponsable. Bajo la tesis de que la reforma electoral vulneró la libertad de expresión, lo que se le pide a los ministros es que, de manera unilateral y sin facultades para hacerlo, introduzcan una norma en el sistema que ponga en sus propias manos la potestad político-jurídica fundamental: cuál es el contenido de la Constitución. Un golpe seco y contundente a la lógica básica de la representación democrática. Y ello, conviene reiterarlo, no necesariamente porque las cláusulas intangibles sean una mala idea (el tema merece una discusión aparte), sino porque nuestro texto constitucional vigente no las contempla y, por ende, no reconoce a la Corte esa poderosísima facultad. Se alega que la reforma constitucional del año 2007 vulneró nuestra libertad de expresión. Ésa es la cuestión de fondo que tendrían que valorar los ministros si deciden sortear la barrera de su (in)competencia. La cuestión es delicada y, si dejamos de lado la agenda de quienes promueven la causa de los amparos en defensa de sus poderosos intereses y rescatamos los argumentos legítimos de algunos de los quejosos, merece una reflexión independiente y más detenida de la que puedo desarrollar en este espacio. En realidad se trata de un debate sobre la legitimidad de los límites concretos que las nuevas normas supuestamente imponen a ese derecho fundamental porque la existencia de limitaciones y restricciones a los derechos de las personas está constitucionalmente contemplada. No es un asunto genérico sino, en todo caso, un dilema específico. Sin embargo, se trata de un dilema en el que están en juego principios fundamentales para la consolidación y salud de nuestra democracia electoral. Y, por lo tanto, aunque el asunto es concreto, sus efectos potenciales son muchos y muy serios. Por lo mismo, ni se sostienen las comparaciones retóricas con una imaginaria reforma que introdujera la esclavitud en la Constitución, ni se vale minimizar los alcances políticos del caso. Y por eso también, aunque resulte paradójico, este amparo, de otorgarse, desampara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario