La Suprema Corte de Justicia de la Nación está por abordar el amparo interpuesto por un conjunto de intelectuales en contra la reforma constitucional que, a partir de 2007, prohibió en la Carta Magna la compra de publicidad electoral para evitar que, gracias a la disposición de recursos económicos, se pudiera afectar o beneficiar a determinados partidos políticos y sus candidatos. Para quienes presentaron el amparo, dicha disposición constitucional vulnera la libertad de expresión, un derecho humano fundamental. Sin embargo, lo que recoge la Constitución, y que desde 1996 ya estaba plasmado en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), no es una limitante a que los particulares expresen su adhesión o rechazo a X o Y partido o candidato, sino a que compren espacio en radio y televisión para difundir esa opinión. No se limita el verbo de los ciudadanos, se impide la compra de publicidad política.
¿Afecta esa prohibición constitucional —e, insisto, antes legal— a los derechos fundamentales de alguien? En mi opinión no, por lo siguiente —y trato de seguir la distinción que hace Pedro Salazar entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales—: un derecho fundamental es un derecho humano que corresponde a las personas naturales o físicas —no a las personas morales o jurídicas— y que debe ser garantizado universalmente, es decir, para todos por igual sin que nadie pueda enajenarlo; estos derechos, por ende, son indisponibles e inalienables. Este tipo de derechos suelen provenir de normas generales, como una Constitución, y son la base de la igualdad entre los individuos. En efecto, la libertad de expresión es un derecho humano, fundamental, que debe asegurarse a todos por igual desde el Estado, sin distinciones.
En cambio, los derechos patrimoniales no son generales sino singulares y no provienen de normas de validez universal emitidas por los legisladores, sino que tienen su origen en actos jurídicos acordados voluntariamente entre sujetos, materializados en contratos entre particulares. Los derechos patrimoniales, a diferencia de los fundamentales, sí pueden ser negociados, vendidos y hasta expropiados. La compraventa de espacios en radio y televisión expresa el ejercicio de un derecho patrimonial: depende de la voluntad de las partes, incluso de la capacidad económica de las mismas; no es una relación vertical entre el individuo y el Estado —que garantiza el derecho fundamental— sino que es resultado de una relación horizontal no potestativa, opcional, entre dos particulares, el que compra y el que vende.
De lo anterior puede colegirse que no hay, en la reforma constitucional, afectación a un derecho fundamental sino que, en todo caso, se fijó una limitación a un tipo de contrato entre particulares con el fin de preservar la equidad en las campañas electorales, que son parte sustantiva del proceso de deliberación democrática que implica un ejercicio entre iguales, los ciudadanos, que no debiese ser alterado por el mayor poder económico de algunos grupos de la sociedad con capacidad de compra de publicidad en los medios electrónicos.
Si todo derecho tiene límites —el libre tránsito no autoriza a colarse en la casa de otro; la libertad de expresión no permite ir amenazando transeúntes—, más lo tiene en el caso de aquellos derechos que no son fundamentales sino de índole patrimonial.
Ahora bien, de prosperar el amparo, ¿se estaría avanzando en el ejercicio universal de un derecho donde todos los ciudadanos serían iguales? De ninguna manera. Para empezar, porque no se puede obligar a ningún concesionario a vender publicidad a todo el que la quiera comprar —en este sentido, quien estaría limitando la posibilidad de la transmisión de un mensaje al final sería un particular ejerciendo su propio criterio editorial y comercial— pero, sobre todo, porque no hay igualdad económica entre los miembros de la sociedad que les permita cubrir las erogaciones que implica adquirir publicidad en medios electrónicos. Sólo como botón de muestra: las tarifas publicadas por Televisa para el cuarto trimestre del año pasado establecieron un precio de 622 mil 800 pesos por un anuncio de 20 segundos en el noticiero nocturno de canal 2, así como un pago de 256 mil pesos por un comercial de esa duración que apareciera entre las diez y las once de la noche en Canal 5.
Es evidente que más que ampliar los derechos de todos, con un fallo donde se diese luz verde a la compra de publicidad política en los medios por parte de los particulares para incidir en los procesos electorales, se ampliaría la desigualdad existente, traduciendo en desigualdad política lo que hoy es desigualdad económica. Sería un modelo donde la palabra respaldada por dinero tendría preeminencia sobre la expresión del resto.
El modelo constitucional vigente, en cambio, asegura que los partidos políticos accedan a los medios electrónicos a través de los tiempos oficiales del Estado y con reglas de distribución del tiempo claras y ajenas a criterios mercantiles. Y los particulares se manifiestan a través de todos los canales imaginables, incluidos radio y TV, como no ha dejado de ocurrir en estos años de validez de la norma constitucional, pero sin que sea la cartera la que defina quién sí puede y quién no hacer oír su voz.
Los criterios de mercado no pueden, o no deben, definir toda la convivencia humana.
¿Afecta esa prohibición constitucional —e, insisto, antes legal— a los derechos fundamentales de alguien? En mi opinión no, por lo siguiente —y trato de seguir la distinción que hace Pedro Salazar entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales—: un derecho fundamental es un derecho humano que corresponde a las personas naturales o físicas —no a las personas morales o jurídicas— y que debe ser garantizado universalmente, es decir, para todos por igual sin que nadie pueda enajenarlo; estos derechos, por ende, son indisponibles e inalienables. Este tipo de derechos suelen provenir de normas generales, como una Constitución, y son la base de la igualdad entre los individuos. En efecto, la libertad de expresión es un derecho humano, fundamental, que debe asegurarse a todos por igual desde el Estado, sin distinciones.
En cambio, los derechos patrimoniales no son generales sino singulares y no provienen de normas de validez universal emitidas por los legisladores, sino que tienen su origen en actos jurídicos acordados voluntariamente entre sujetos, materializados en contratos entre particulares. Los derechos patrimoniales, a diferencia de los fundamentales, sí pueden ser negociados, vendidos y hasta expropiados. La compraventa de espacios en radio y televisión expresa el ejercicio de un derecho patrimonial: depende de la voluntad de las partes, incluso de la capacidad económica de las mismas; no es una relación vertical entre el individuo y el Estado —que garantiza el derecho fundamental— sino que es resultado de una relación horizontal no potestativa, opcional, entre dos particulares, el que compra y el que vende.
De lo anterior puede colegirse que no hay, en la reforma constitucional, afectación a un derecho fundamental sino que, en todo caso, se fijó una limitación a un tipo de contrato entre particulares con el fin de preservar la equidad en las campañas electorales, que son parte sustantiva del proceso de deliberación democrática que implica un ejercicio entre iguales, los ciudadanos, que no debiese ser alterado por el mayor poder económico de algunos grupos de la sociedad con capacidad de compra de publicidad en los medios electrónicos.
Si todo derecho tiene límites —el libre tránsito no autoriza a colarse en la casa de otro; la libertad de expresión no permite ir amenazando transeúntes—, más lo tiene en el caso de aquellos derechos que no son fundamentales sino de índole patrimonial.
Ahora bien, de prosperar el amparo, ¿se estaría avanzando en el ejercicio universal de un derecho donde todos los ciudadanos serían iguales? De ninguna manera. Para empezar, porque no se puede obligar a ningún concesionario a vender publicidad a todo el que la quiera comprar —en este sentido, quien estaría limitando la posibilidad de la transmisión de un mensaje al final sería un particular ejerciendo su propio criterio editorial y comercial— pero, sobre todo, porque no hay igualdad económica entre los miembros de la sociedad que les permita cubrir las erogaciones que implica adquirir publicidad en medios electrónicos. Sólo como botón de muestra: las tarifas publicadas por Televisa para el cuarto trimestre del año pasado establecieron un precio de 622 mil 800 pesos por un anuncio de 20 segundos en el noticiero nocturno de canal 2, así como un pago de 256 mil pesos por un comercial de esa duración que apareciera entre las diez y las once de la noche en Canal 5.
Es evidente que más que ampliar los derechos de todos, con un fallo donde se diese luz verde a la compra de publicidad política en los medios por parte de los particulares para incidir en los procesos electorales, se ampliaría la desigualdad existente, traduciendo en desigualdad política lo que hoy es desigualdad económica. Sería un modelo donde la palabra respaldada por dinero tendría preeminencia sobre la expresión del resto.
El modelo constitucional vigente, en cambio, asegura que los partidos políticos accedan a los medios electrónicos a través de los tiempos oficiales del Estado y con reglas de distribución del tiempo claras y ajenas a criterios mercantiles. Y los particulares se manifiestan a través de todos los canales imaginables, incluidos radio y TV, como no ha dejado de ocurrir en estos años de validez de la norma constitucional, pero sin que sea la cartera la que defina quién sí puede y quién no hacer oír su voz.
Los criterios de mercado no pueden, o no deben, definir toda la convivencia humana.
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