De pronto parece que la única, o la mayor destreza de la Armada, el Ejército y la Policía Federal, cuyos hombres han sido enviados a comarcas de extrema violencia, como Guerrero, y Acapulco en particular, es acordonar las áreas donde se han cometido matanzas colectivas. De sus patrullajes, y ya no digamos de la actividad de las policías estatal y municipales, no se desprende en cambio ningún resultado. Son eficaces sólo para hacer sentir su presencia después de cometidos actos de crueldad aborrecible, no para evitarlos.
Este fin de semana coexistieron tres realidades en el antiguo Paraíso del Pacífico, que por lo visto sigue siéndolo para viajeros, especialmente capitalinos, que no se inmutan ante las informaciones y la evidencia de que la muerte anda suelta en los paseos acapulqueños y prefieren pasar allí sus vacaciones. Una de las tres realidades a que me refiero está constituida por esa población flotante que el sábado y el domingo disfrutaba las últimas horas de su asueto invernal, de fin y de comienzo de año.
Esos turistas no corrieron, no se espantaron ante la violencia que hervía en torno suyo, y se mantuvieron en el puerto hasta el último momento. La segunda realidad mencionada no los alcanzó. Se trata de la persistente lucha de bandas delincuenciales entre sí, que en 48 horas produjo 34 víctimas. Casi la mitad fueron degollados. Muchos de ellos son muchachos veinteañeros. Por lo menos tres eran adolescentes, que no llegaron a los 17 años de edad. Su asesinato comprueba que la letalidad que abruma a la población mexicana alcanza a personas cada vez más jóvenes, pertenecientes a la generación de los ninis, que carentes de empleo y de oportunidades educativas escapan por la puerta falsa del narcotráfico. Se presume que quienes los asesinan son también muchachos, cada vez de menor edad, como lo exhibe el caso del jovencito asesino aprehendido en Morelos, que en su pubertad había sido ya orillado a acometer acciones infames.
Aquellas dos realidades -la del turismo impasible y la de los violentos en plena batalla- se tocan a veces tangencialmente. Pero una tercera realidad está sobrepuesta a las demás. Sus protagonistas se refieren a ellas en discursos, vacuos a sabiendas, pronunciados con plena conciencia de que son sólo palabrería, de que llegado el caso no habrá nadie que los fuerce a rendir cuentas, que los constriña a cumplir las promesas de campaña.
Se trata precisamente de las campañas electorales que desembocarán el 30 de enero en la elección para renovar el Poder Ejecutivo, es decir para decidir quién gobernara a Guerrero en los próximos seis años, después de los infaustos días de Zeferino Torreblanca.
Aunque circula un candidato panista que es débil reflejo de la tradicionalmente escasa presencia de su partido, la contienda se entabla en realidad entre priistas. Uno de ellos, Manuel Añorve, conserva su credencial tricolor y la ostenta, apoyado por su partido y sus comparsas (el Verde y el Panal) y por los próceres de turno. El otro, Ángel Aguirre, rompió su carnet de priista sólo horas antes de ser ungido candidato de los partidos del frente Diálogo por la reconstrucción nacional, Día (PRD, PT y Convergencia), que para efectos electorales integraron la coalición Guerrero nos une.
Son primos, que disputaron inicialmente la candidatura priista. Cada uno contaba con un padrino poderoso: Añorve forma parte del grupo de Manlio Fabio Beltrones. Aguirre era cobijado por Enrique Peña Nieto. Fue mayor la influencia del líder senatorial y salió avante su candidatura. Por lo menos en apariencia, Peña Nieto se distanció de Aguirre tras un frustrado intento de mantenerlo en el redil. No faltó al priista disidente un nuevo padrino; el jefe del Gobierno del DF, Marcelo Ebrard.
Surgidos de la misma matriz, igualados por formas de hacer política en la discreción de los grupos y en la espectacularidad de los mítines públicos, los primos son intercambiables. Podrían ser el candidato de la coalición de la que ahora son antagonistas. No tienen, por lo tanto, un proyecto de gobierno propio, que los identifique. Carecen, por lo tanto, de una propuesta en materia de seguridad, el flanco más débil de la sociedad guerrerense. Aunque la tuvieran, habría que contrastarla con sus hechos, con su biografía. Porque ambos han ejercido funciones de gobierno y por lo tanto sus promesas son cotejables con lo que hicieron, Aguirre como gobernador interino, Añorve como alcalde dos veces, interino también una vez, elegido la siguiente. Cualquiera que sea el resultado electoral, y como lo han experimentado en carne propia con la gestión de los gobernadores más recientes: Torreblanca, en funciones; René Juárez que lo antecedió, la diferencia de orígenes es inocua. El priista y el sostenido por el PRD gobernaron de igual, ineficaz manera. La negligencia local, no superada por la intervención federal, que se acompasa con aquella en la improductividad, permitirá que el estado en general, y Acapulco en particular, continúen siendo escenario de hallazgos macabros, como los de este fin de semana; como los particulares (entre ellos una madre y sus dos hijos pequeños, ultimados en la Costera), como los 55 cadáveres de Taxco, descubiertos en junio, como los 20 michoacanos hechos desaparecer en septiembre, como tantas otras víctimas.
A los guerrerenses, y a los mexicanos en general, les hará sentir menos impotentes mostrar su exigencia mediante carteles que demanden No más sangre, conforme a la campaña iniciada ayer por caricaturistas.
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