jueves, 6 de enero de 2011

FUNGIR COMO JUEZ

RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS

A propósito de la elección de Juan Silva Meza como nuevo Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, surgen en mi mente varias reflexiones. En primer lugar qué es un juez. No puede ser un hombre solo, aislado en su torre de marfil, sin acusado que tenga un defensor o un abogado, porque es obvio que nunca será suficiente la mera acusación para definir o calificar la culpabilidad de una persona. En consecuencia es inseparable el binomio juez-abogado. Ya Piero Calamandrei, el gran jurista florentino, en esa joya de la literatura jurídica intitulada "Elogio de los Jueces Escrito por un Abogado", destaca el papel fundamental del abogado en la impartición de Justicia. En efecto, el juez decide, determina, resuelve, juzga, pero no es el hacedor infalible del Derecho ni tampoco el único intérprete auténtico de la Justicia, ni siquiera en aquellos sistemas judiciales que como el anglosajón le dan marcada preferencia. El juez, por más alto, representa exclusivamente una garantía de legalidad, o sea, que en él se tiene a quién recurrir en busca de Justicia. Nada más. ¿Qué resolverá? En el fondo sólo él lo sabe. El Derecho no se hace en la mesa de trabajo del juez, y en todo caso el que se hace allí será el derecho consuetudinario, usual, el que los mismos norteamericanos, por ejemplo, encierran en el concepto tan vago de "precedentes". ¿Qué quiero decir en realidad? En una palabra, que el abogado completa la tarea del juez. ¿Cómo? Salvo que el acusado no recurra a ningún medio de impugnación, el abogado a través de las recusaciones que vaya interponiendo en el curso del juicio o proceso va agilizando, impulsando, la presencia de la Justicia apoyada en la ley y en el sólido razonamiento del Derecho. Es decir, que el abogado -obviamente el bueno, el excelente- devela la imagen de lo justo con un esfuerzo de depuración propio de quien conoce directamente la realidad, es decir, el caso. A mí me consta que muchos destacados profesores de Derecho llegados al tormentoso espacio de las lides jurídicas en calidad de jueces, no han sabido, no han podido o no han querido asumir plenamente su responsabilidad. Lo desconcertante, claro, es cuando las evidencias son abrumadoras, la doctrina acorde y contundente, la lógica impecable, y el juez decide cosa opuesta a la verdad histórica y a la verdad del Derecho. Sin embargo y precisamente por ello es imprescindible la función del abogado. El juez llega hasta un punto, una meta, un objetivo: la sentencia. El abogado, en cambio, tiene el derecho -en rigor es un derecho del acusado- de buscar en todos los rincones del espacio constitucional y legal aquellas puertas que le permitan reclamar que impere el Derecho y que se realice plenamente la Justicia. Él no juzga sino indaga, rompe cadenas con su imaginación y su capacidad para desentrañar el sentido de la ley. Él va más allá de la sentencia porque muy a menudo donde concluye la labor del juez, que es en la sentencia, comienza la del abogado al inconformarse con ella excepto en la llamada definitiva. Y aún aquí, respetando la potestad judicial, puede y debe el abogado luchar sin tregua a favor de su causa si es que hay otras vías.
Yo creo que la designación del Ministro Juan Silva Meza es la mejor que se ha podido hacer. No obstante es de tenerse en cuenta que en el Derecho la última palabra nunca la dirá un tribunal. Me refiero por supuesto a la palabra que vincula al Derecho con la Justicia y que la revela en su cuerpo normativo. Los tribunales, incluida la Suprema Corte de Justicia de la Nación, dicen siempre la penúltima palabra, la que corresponde a las condiciones del momento -incluso las políticas-. La ley se puede cambiar, modificar, derogar, siendo que la Justicia de ayer se vuelve fácilmente la injusticia de hoy, y viceversa. Pero la palabra definitiva, la última en verdad, se encuentra en la doctrina, en la "idea jurídica", que no siempre respetan los tribunales. Y aún allí en la doctrina, en la teoría, hay vericuetos insalvables que parecen campos reservados al teórico del Derecho, al jurista, porque el trabajo del juez consiste fundamentalmente en acomodar la realidad, el caso concreto, al rompecabezas legal; en cambio el teórico incursiona en terrenos de su exclusiva competencia pues no va a juzgar -razonar, pensar- en razón de un caso concreto sino a entender, a comprender, cómo la Justicia puede y debe encajar en el entorno individual pero sobre todo social. En este orden de ideas es más fácil, por lo menos en nuestro medio, que el abogado sea teórico a que lo sea un juez. El juzgador invariablemente es nombrado, designado; en cambio el abogado tiene nada más su título que obtiene a lo largo de una carrera y lo declara apto en el conocimiento de la ley. Nadie lo designa y su libertad es absoluta en este sentido.
El Ministro Juan Silva Meza ha sido durante treinta años profesor de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de la UNAM, ha escrito libros sobre esta materia y es hombre de reconocida calidad humana. Ojalá él y sus colegas que estudian voluminosos expedientes sepan distinguir -lo que no ha sido frecuente- la primordial figura del abogado y no lo vean como a un contendiente suyo. Un tribunal es un sitio donde se juzga lo que las partes traen en disputa procesal. Y las partes, "stricto sensu" o "lato sensu", son siempre los abogados. De hecho son ellos como los directores de la "orquesta judicial". Lo evidente es que sin abogados que litigan la Suprema Corte perdería su razón de ser.
No hay que olvidarlo.

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